XXXIV

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    Beatrice Dumm empezaba a sentir los brazos entumecidos dentro del bunker al que llamaban archive. Dos pisos bajo tierra, el gran laberinto de estanterías guardaba los miles de informes policiales que aun no se habían informatizado, o allí se guardaban las copias físicas de los trabajos actuals. Sea como fuese, los informes de desapariciones de entre mayo y septiembre del año pasado no aparecían en la base de datos, por lo que se vio obogada a bajar al frío sotano de la comisaria.
    Allí, y tras enseñarle tres veces su identificación como colaboradora con la policía, Beatrice se hbaía metido en los interminables pasillos de estanterías buscando una caja idéntica a los centenares que allí se guardaban. Los informes que buscaban estaban en una caja de carton casi al final del laberinto. Las desapariciones se guardaban por trimestres, pero la caja contenía un pesado fajo de papeles. Eso le hizo sentirse incluso mas cansada despues de aquella noche.
    Ya en un escritorio junto a la entrada, había destripado el contenido. Era sorprendente que una ciudad que presumía ser la mas vigilada del mundo, se produjeran tantos desapariciones, personas que se esfumaban sin previo aviso y mas rapido que un suspiro. Dejó de lado a los menores de veinte y los mayores de cinncuenta, Segun la forense el cuerpo debía comprender entre esas dos inexactas fechas.
     Beatrice pensó en Elsie Wood, la forense, en como había reccionado al entrar en su casa. En vez de ponerse a recoger muestras, había insistido en examiner las herida de la joven, que se negó rotundamente diciento que se encontraba bien. Comprendía aquella reacción protectora hacia ella, la consideraban frágil por su aspecto, a pesar de que pocos podrían haber sobrevivido a su noche. Edric Tambien se había conportado como la forense, aunque ocultandolo al mandarla a un trabajo de despacho. Pero Beatrice no se había negado, para nada, no quería estar en otra labor que no le permitiera pesnar. Necesitaba pensar, ordenar todo lo que había pasado. Encontrar la razón a todo aquello.
    Bajó la mirada hasta la lista de fechas y nombre. Era una especie de resumen de todo lo ocurrido en aquel trimester, y sus ojos rojos se clavaron en un nombre que le llamó la atencion. Su desaparición databa del catorce de julio del año pasado, aunque la fecha del día siguente estaba a su lado. Beatrice pasó al informe detallado. Se sorprendió al ver la poca información que había. Tan solo treinta horas entre la supuesta hora de la desaparición y el momento en el que se retire la denuncia. No hubo ninguna investigación, ninguna explicación de lo sucedido.
     Beatrice se apoyó en el respaldo, contrayéndose al sentir sus vertebras retorcerse. Seguía algo magullada por la pelea. Novak Natoo no debería estar tampoco muy compuesto tras su encuentro, pero la joven sentía crujir todos sus huesos.
      Observó la ficha policial, fraguando una sospecha. Quizá no fuera tan mala idea ir a ver a un medico

El St’Thomas se encontraba en las orillas del Tamesis, poco lejos de Westminster y con unas asombrosas vistas desde las habitaciones adecuadas. Había quien cuestionaba el lugar donde había sido edificado en el siglo XIX, alegando que se basaban en la superstición de que las almas fluyen con los ríos. El doctor Horacio Galván solía pesnar en esas habladurías cuando entraba por el imponente arco de la entrada.
    Enseñó su identificación para entrar en la oficina y hacer un tachón en el horario. Era parte de su rutina, además de que, si ese día no había en la entrada alguien conocido, no le dejarían entrar. Ese pedacito de plástico le daba acceso a todo el hospital, y jamas debía de perderla.
    Miró en derredor, observando el ambiente en el hospital. Conocía de sobra los lugares como aquel. Un enfermero con aspecto sudamericano, pasó junto a su lado empujando un carrito replete de envoltorios de plástico y le saluó de refilón. Era de los pocos que saludaban a Horacio, ya que seguía sin ser muy conocido en un hospital en el que la plantilla cambiaba cada poco tiempo. La mayoría de los internos eran extranjeros, como él, aunque los jefes de despacho eran producto inglés. Estaba claro que Reino Unido recibía médicos extranjeros porque estos estaban mucho mejor preparados que los ingleses. Por otro lado, el Sistema sanitario del país era detestable. Para comprobarlo, solo había que asomarse a la sala de espera o al interior de las oficinas, y ver en un tablero los largos horarios de médicos y enfermeras.
    Sin embargo, su despacho estaba en un pasillo casi desierto, Escondido en la cuarta planta, entre el almacén y Radiología. Descartó la idea de subir por e ascensor al ver subir a un enfermero llevando una camilla con un hombre tosiendo sin control. Como médico, no tenía miedo a exponerse a posibles enfermedades, pero era mejor evitarlo.
    Tres pisos de escaleras hacia arriba, Horiacio llegó con su maletín de piel a un pasillo vacío. O casi. Junto al banco de plástico, había una puerta que señalaba que aquella era la consulta de un dermatólogo, y bajo el cartel se encontraba una joven con un pelo que parecía una medusa hecha de escarcha. El sonriente médico dio un respingo al encontrarse de frente con la que solía ser la paciente mas curiosa que frecuentaba su consulta. Parecía el retrato vivo de las ilustraciones de sus libros de la facultad, aunque con una pamela negra en las manos.
     -Buenos días, Beatrice -saludó Horacio Galván, que se había acercado a la puerta, buscando en un manojo de llaves con nerviosismo. La gran cantidad de visitas parecían haber creado una especie de confianza médico-paciente con el tiempo-. ¿Qué te trae por mi humilde Cueva?
    Abrió la puerta para entrar en el pequeño despacho que le habían asignado al llegar al hospital. Contaba con el espacio justo para una Camilla y su escritorio pegado a la otra pared. Desde una pequeña ventana en lo alto, la mañana arrojaba la pútrida luz que deambulaba en el callejón al que daba el hospital.
    -La última vez que vine -dijo la joven, sentándose en una silla frente al pequeño escritorio-, hablamos sobre los avances de Valdespino.
     Horiacio se sentó pesadamente en su escritorio y observó a la joven: ambos parecían cansados, aunque ella parecía mas compuesta que él, que había pasado la noche dando vueltas sin poder conciliar el sueño.
    -Sí, claro, ¿lo has pensado mas detenidamente?
     -Lo cierto es que sí. Creo que podría ayudar con mi trastorno. O al menos eso asegura mi tío.
      Horacio abrió el maletín y sacó un pequeño portátil que abrió con delicadeza mientras miraba a la joven. Hoy traía un aire distraído y cansado. Tuvo la tentación de preguntarle, pero lo dejó pasar. La luz tenue que se filtraba por la mañana dejaba ver las motas moradas en sus ojos. Sentía un gran aprecio hacia Beatrice, además de ser uno de los casos mas extraños con los que se había topado en su carrera.
       La joven padecía una extraña mutación genética: el síndrome de Hermansky-Pudlak, producto de una singular combinación de genes paternos. Las consecuencias de esta enfermedad eran, evidentemente, el albinismo oculocutáneo, acompañado de una fibrosis pulmonar degenerativa. Salvo por esto, la genética había sido benevolente, pues otros pacientes.
s desarrollaban problemas renales con resultados fatales.
      Horacio encendió el ordenador pensando en el tratamiento del que llevaban hablando durante meses.
     -Es una oportunidad única, Beatrice. Además de que tienes la plaza asegurada en el grupo de pruebas, recuerda que el centro de tu tío es el responsable de toda la investigación. Y si no recuerdo mal, decías que te apasionaba la idea de quedarte una temporada en Florencia.
    Beatrice asintió, con algo que quizá fuera una sonrisa.
    -Valdespino ha puesto dinero en un centenar de investigaciones con la condición de que si consiguen algo importante, él sea la cabeza de cartel. Siempre ha tenido una pequeña obsesión por ganar el premio Nobel.
     Calificar de “pequeña” la obsesión de Valdespino era quedarse corto. Muy corto. Aquel hombre soñaba con que su trabajo fuera laureado con los mayores honores en una cena de gala en Estocolmo. Y Horacio también tenía ganas de ver a ese hombre algo rechoncho y con andares de modelo recibir un Nobel con su traje azul y rosa en la solapa.
     -¿Entonces irás? -preguntó el doctor.
     -Sí. E incluso he hablado con él. Dice que ya me tiene reservado una casa junto al Palacio Pitti, con vistas a los jardines Bóboli. Me voy dentro de un mes. Venía a despedirme
     Ya me gustaría a mi tener un tío así, pensó Horacio, que miró sorprendido como la joven se levantaba. Y para mayor sorpresa, fue recompensado de un abrazo, algo complicado como si abrazara a un robot, de Beatrice. Su pelo olía a algo dulce que no supo identificar, pero le dio igual.
     Tampoco notó como la mano de Beatrice cogía su identificación del hospital y se la llevaba sin más,

Huesos para Adhira On viuen les histories. Descobreix ara