XVIII

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Harriet Cole se volvió a ajustar el recogido de pelo por cuarta vez, como siempre hacia. Revisó el maquillaje y la ropa, como siempre. Aplastó otro cigarrillo en el alzeifar de su camerino mientras se miraba al espejo, como siempre. Aquella era su costumbre para salir a actuar.

    Aunque faltaba algo, mas bien alguien. Sieme, el director de la obra y pareja de Harriet, no había aparecido por el teatro en todo el día. ¿Quién se creía que era? En el momento mas importante, justo el día del estreno. No debería tener esta oportunidad, pensó Harriet, no tiene la experiencia suficiente para ser director de una función de este calibre.

   A la porra. Encendió otro cigarrillo con algo de remordimiento por romper el ritual y lanzó el zippo a uno de los cajones del viejo tocador. Mientras se acomodaba en el alzeifar de la ventana, pensó en la mierda de camerino le habían dado. Apenas unos metros cuadrados con dos sillones, un perchero y un tocador.

   Pero al estar en la tercera planta, podía ver un lateral entero de Covent Garden. Bajo los anaranjados rayos del ocaso, la gran estructura de cristal parecía un gran escarabajo ardiendo con grandes destellos. Una suave brisa que llegaba desde el fondo de la plaza acarició el rostro de la joven Harriet y barrió el humo de su alrededor.

    La vista era realmente bella, pero algo aburrida. Si me lanzara desde aquí, pensó, si que se animaría todo. Acercó su cabeza al vacío y el suelo, tres pisos mas abajo, le pareció extrañamente apetecible. Seguramente así hablaran mas de ella, una actriz de segunda que no llamaba de ninguna manera la atención de la crítica; siquiera destacaba un poco por su relación con el “prometedor director” Sieme Voord.

   Se inclinó un poco mas hacia el vacío, sientiedo que el aire le daba la bienvenida para volar.

    Pero descartó la idea. Alguien lo había hecho antes, en ese mismo lugar, un día antes. La noticia de que un loco se había suicidado justo delante del museo llamó la atención de Harriet, pero durante poco tiempo. Había sido algo curioso, pero puntual y efímero. La noticia ya parecía habérsele olvidado a los transeúntes.

   Pero, ¿donde estaba el idiota de Sieme?

   Suspiró y lanzó la colilla a la calle. Alguien gritó, maldiciendola, pero Harriet ya estaba en al puerta del camerino. Un paseo sería lo mejor para relajarse. Cerró la puerta con suavidad y giró a la derecha. Quizás lo mejor sería ver a Sheila, una compañera que se encargaba de la iluminación. Con ella era con las pocas con las que se podía hablar en todo el elenco.

   Pero cuando giró la segunda esquina, intentado recordar cual era el comino hasta la sala de control, se encontró con al técnica en el suelo. De cuclillas y con una escobilla y un recogedor, estaba junto a una ventana recogiendo unos cristales. Un dibujo de una flor de loto en su brazo estaba bajo una capa de sudor.

   —¿Que ha pasado? —preguntó Harriet, acercándose.

   Sheila subió la vista y sonrió.

   —Algun idiota ha roto la ventana y se ha cortado —dijo señalando unos cristales con sombre seca como si fuera pintura de un tono visceral—. Sí, señor, un buen corte. De unos cuantos puntos no se libra el imbécil.

   Harriet se quedó observado los afilados trozos arrastrase con chasquidos vastas el recogedor. Se preguntó de quien podría ser esa imagen.

   —¡Harriet! —exclamó alguien a su espalada. Cuando se giró, se encontró con el rostro enjunto de Sherwin Kane, uno de los coordinadores—. Empezamos ya. ¡Ven! Esto es un caos. Sieme no está.

   —Ya lo sé —repuso Harriet molesta por la voz aguda de Sherwin—. No ha aparecido en todo el día.

   —Pues tenemos que arreglarnos sin él —miró el brillante reloj de su muñeca—. ¡Hay que empezar ya!

Huesos para Adhira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora