XII

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El sonido del teléfono le despertó. Se levantó de un salto de la cama y lo cogió sin abrir los ojos.
    —¿Quién coño es? —preguntó con voz ronca— Pero que hora es…
    —Las nueve —respondió una voz de mujer—. Soy Beatrice. Plock, necesito que vengas a la comisaría. He encontrado algo.
    Plock dio otro salto. Se maldijo al pensar en como había respondido a la hermana del capitán. Joder, ya eran las nueve. Miró furioso el cachivache que se suponía que era su despertador. Lo apartó de un manotazo y cogió una camiseta negra. Lo bueno del caso era que tenía permiso para ir de paisano. Solo tenía que llevar la placa para identificarse.
   La luz entraba con líneas afiladas entre las rendijas de la persiana. La subió de un tirón y abrió la ventana como hacía siempre por muy apurado de tiempo que estuviera. El sol lo cegó unos instantes.
    Atravesó el pasillo y llegó al salón. Ahí habían dos mujeres a la mesa. Plock cogió un puñado de galleta y se las llevó a la boca mientras encajaba los pies en sus zapatillas blancas.
    —Me voy —dijo sin detenerse en ninguna de las dos. Luego se giró hacia la mas mayor, que comía unos trozos de kiwi con la ayuda de la practicante—. Pasa buen día, mamá —y le besó la frente como cada día desde hacía años—. Luego vuelvo.
    La mujer tardó unos segundos en contestar.
    —Atiende en la escuela, Ansel —su voz era quebradiza.
    Plock trató de ignorar esas palabras dementes con una punzadas de dolor en el pecho. Cerró la puerta con la cruel fantasía de que todo volvería a ser como antes cuando volviera a abrirla.


Tras dos transbordos de autobús, Plock llegó ala comisaría sintiéndose sudado. Se compró un 7-Up frío en la máquina de la entrada. Se había bebido media lata antes de llegar al ascensor. Al contrario que otros agentes, Plock tuvo que identificarse al menos tres veces mas antes de llegar a la oficina de Homicidios.
    Parecía una de aquellas orinas que había intentado evitar cada día. La diferencia era que algunas fotos poco apropiadas para sensibles circulaban entre los escritorios. Nada mas entras se encontró la imagen de un brazo medio separado del torso en uno de los monitores.
    Para sorpresa de Plock, Beatrice Dumm le estaba esperando sentada en su escritorio. En sus manos tenía un papel en el que Ansel había dibujado con mucho cuidado la típica imagen de Florencia: la silueta del Duomo en línea con el Palacio Vehicio.
    —Siento llegar tarde, no he podido llegar antes—Plock intentó quitarle el papel de la mano, pero la mujer no pareció inmutarse y siguió observando los detalles del dibujos—. ¿Sabe donde está el capitán Dumm?
    Al fin la mujer alzó la vista del papel.
    —No ha venido. Se ha ido con Knowlton.
    Plock se quedó unos instantes inmóvil sin saber que decir. Pero recordó la llamada.
    —¿Que ha encontrado? Me ha llamado por eso, ¿no?
   —Está ahí —inclinó la cabeza para indicarle una bolsa de plástico blanco.
    Plock metió la mano y sacó un pequeño objeto. Nada mas verlo supo que era lo que sujetaba Dwith Goodwin en el vídeo de Covent Garden. Era una especie de cilindro con letras grabadas en el centro. Al cogerlo sintió que algo líquido se removía en el interior. Cuando lo acomodó en sus dedos, se dio cuenta de que las letras se movían y que eran parte de una estructura como la de un cubo de rubick.
    —¿Qué es esto?
    —Lo tiró Dwith Goodwin antes de morir. Lo encontré en el teatro de al lado —Plock la miró pero comprendió que no podía reprenderle algo así a la hermana de su jefe—. Es un criptex.
   —¿Un qué?
   —Criptex —repitió Beatrice cogiéndolo—. Era un invento de Leonardo da Vinci. Para mandar mensajes de un lugar a otro lejano era necesario un mensajero y paciencia para esperar la respuesta. Da Vinco tenía miedo de que pudieran leer algún documento importante que mandara, creó esto para solucionarlo —le dio una vuelta al objeto—. El criptex es una caja fuerte para cartas. Se abre con una clave que solo debe conocer quien masnda el mensaje y quien lo recibe. Hay que poner la clave con las letras de aquí —hizo girar uno de los ejes de letras para mostrarlo.
    Plock lo miró unos instantes, intentado buscarle el sentido.
    —Entonces, ¿Goodwin intentaba enviar un mensaje a alguien a través del… criptex?
    Beatrice asintió.
    —¿Y que es eso líquido que hay dentro? —preguntó Plock.
    —Vinagre. Si alguien intenta romperlo para hacerse con el mensaje, se rompe una pequeña cápsula con vinagre, que se vierte sobre el papiro. El mensaje desaparece de inmediato.
    —¿Papiro?
    —Claro. Se disuelve con solo mojarse con el vinagre.
    Ansel lo volvió a coger para mirarlo unos instantes y luego dejarlo sobre la mesa.
    —Debe ser algo importante si murió por entregarlo —dijo girándose hacia Beatrice—. Quizá nos lleve a la razón por la que se ha quitado la vida.
    —Eso he supuesto. Solo hace falta la clave.
    Solo, pensó lacónicamente Plock. Seis casillas. Venticnco letras por cada castillo, todo el alfabeto. Eso daba lugar a millones de posibilidades. No lo conseguirían de casualidad. Solo había una respuesta correcta entre un mar de errores.
   —Ahora tenemos que ir a un lugar —dijo Beatrice de sopetón— . Recuerdasz las hierbas que tenía Goodwin en el bolsillo de la chaqueta.
    Ansel asintió, recordando las pequeñas bolsitas de tela.
    —Por lo visto, no lo vende nadie de Covent Garden. Eso descarta la versión de que entró para robarlas ahí.
    —¿Y para que entró entonces? Si quería suicidarse, le hubiera sido mas fácil tirarse al Tamesis, o cualquier lugar sin vigilancia.
    —Esa no es la pregunta ahora —repuso la joven—. Además, no creó que se tirara por que sí —miró en derredor—. Vámonos.
    Plock asintió y vio como el criptex desaparecía en la bolsa.
    Solo había una respuesta para destapar la solución al misterio.
       
   

Huesos para Adhira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora