LIV

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Aunque la llamada a emergencias fuera de madrugada y media docena de agentes registraran el lugar con el alba, Lynch llegó al mediodía al viejo almacén de guardamuebles. Sabía que los de identificación de huellas, la científica, el fotógrafo y demás se tomaban su tiempo. Como él. Solo quedaban una patrulla en el aparcamiento, aunque, solo con eso, el lugar ya estaba más vivo que la última vez que había ido.

En esta ocasión, no contaba con la compañía de Beatrice. Tampoco con la de Edric, que se había quedado en comisaría. Dejó el camino de gravilla atrás cuando llegó al cemento de la entrada. A unos metros de él, las aguas espesas del Támesis discurrían con más fuerza por la tenue lluvia. Entró en recepción y saludó a los presentes.

Tres agentes conversaban en los bancos de plástico de un lado. Un hombre que ya rozaba los sesenta, pero tenía el aspecto decrépito de uno de ochenta, los observaba en albornoz y con el rostro contraído en una mueca de asco. Un morado considerable sombreaba su barbilla.

Detrás del mostrador, estaba la misma mujer que la última vez, viendo la tele. Otro programucho concurso. Un cuarto agente veía la pantalla con la misma emoción.

-Es Sidney.

-Claro que no -replicaba el agente, llamado Chales-. La capital de Australia es Canberra.

-¿De dónde has...?

Lynch carraspeó y los dos se callaron para mirarle. La campanilla que antes colgaba sobre la puerta ahora descansaba sobre el mostrador y no le habían oído llegar.

Chales se puso tenso. Como si estuviera ante Napoleón, pensó Lynch con sorna.

-Teniente, le estaba esperando.

-Bueno, pues ya no tienes que hacerlo, Charlie. ¿Qué tienes para mí?

En pocas palabras le resumió lo que la mujer del mostrador le había contado horas antes con horas atropelladas acompañadas de una profunda indignación. Por lo visto, alguien había entrado en plena noche, aprovechándose de la buena fe de su pobre marido. Le golpearon en la barbilla para dejarlo inconsciente.

-Yo pensaba que la chica estaba sola -interrumpió el hombre a Charles-, pero debía de ir alguien con ella.

-¿Y tú qué sabes? -gruñó la mujer tras el mostrador- Eres un viejo.

-Y tú un rinoceronte a dos patas, Eloise, Cállate -se volvió hacia Lynch con la cara más afable que un viejo gruñón podía esbozar-. Estoy seguro de que había alguien más, agente.

-Y dice que no lo recuerda.

-Era de noche. No lo vi.

Lynch asintió y miró al otro agente.

-Charlie, ¿podemos ir a ver el guardamuebles? El setenta y dos, ¿verdad?

-No -dijo la mujer del mostrador-. Ese es el que vino a ver la última vez, pero el que asaltaron anoche fue el cajón setenta y tres. De un tal Dwith Goodwin Aunque ya no le se puede llamar así, parece un horno viejo.

-¿Perdón?

-Un horno viejo -dijo como explicación-, siempre se ponen negros por los lados. Se queman, claro. El guardamuebles está igual. Entraron y lo quemaron.

-Afortunadamente -terció Charles-, los bomberos llegaron pronto y el fuego no salió de allí.

La mujer se sacó un cigarrillo que estrujó en sus gruesos labios para encenderlo.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now