VII

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Lo primero era lo primero, había dicho la hermana del capitán Dumm. Ella y Plock se volvieron a dirigir hacia la entrada, donde el forense acababa de preparar el cuerpo para su transporte. El calor fuera era aún peor, sobre todo con la gente que había alrededor con aire curioso. Plock no se explicaba como podía atraerles algo así.
    El forense, un hombre robusto de tez morena, les saludo con una inclinación de cabeza antes de acercarse. Otros dos forenses indicaban al camión negro de la morgue las maniobras para acercarse lo máximo posible, y de paso poner una barrera entre el cuerpo y los curiosos.
    —Apenas llevaba una cartera y un par de cosas más —explicó el forense apartándose la mascarilla para poder hablar.
     —¿Tenía identificación?
     —Sí —se giró hacia una mesa de plástico con unas especies de tablones para evitar que fotografiaran los enseres personales del cadáver—: Dwight Goodwin. Treinta y seis años. Era de aquí.
    —¿Pone algo más? —preguntó Plock
    —No.
    —Decías que había algo mas.
    El forense destapó dos objetos de una bolsa blanca. Eran dos bolsas mas, pero transparentes. Dentro de la primera brillaba la figura de una pequeña llave sin nada más que un número grabado: ochocientos setenta y dos.
    Beatrice le arrebató la bolsa y empezó a ojearla de cerca, pero la dejó de nuevo en la mesa con delicadeza. Hasta ese momento no había abierto la boca ante el forense, y no parecía tener intención de hacerlo: dio un paso atrás sin dejar de observarlo todo a través de sus ojos rojos.
   Plock le dio la vuelta a la siguiente bolsa para ver mejor su contenido. Era como regaliz: seis ramas paduzcas atadas con un hilo rojo. Estaban perfectamente cortados. Ambos se dieron cuenta de algo sorprendente: entre las seis ramas se encontraba un pequeño insecto de un color amarillento.
    —¿Que es eso? —preguntó Plock.
    El forense se encogió de hombros.
    —Esto es todo lo que hay —dijo antes de despedirse y volver con su paciente.
    —Quizas sea algo de esoterapia —se aventuró Beatrice cuando el forense se había alejado unos metros—, o medicina natural. Hay que preguntar quien vende esto, quizá era lo que venía buscando desde el principio el señor Goodwin.
    —Me llama más la atención la llave —Plock rozó la llave a través del plástico—. Aunque de poco nos vale si no sabemos que abre.
    Beatrice levantó la vista hacia el cielo. Plock la siguió y descubrió lo que de verdad estaba mirando: el techo acristalado. Sintió que tragaba ante la idea.
    La joven dio un paso hacia la entrada de Covent Garden.
    —¿Vamos?
    Plock asintió mientras tragaba saliva viendo el techo de cristal fundiéndose con el cielo.
   
  

  No hubo muestras de cortesía ni ningún pedimos de nadie. Beatrice Dumm se adelantó a Ansel Plock y ahora subía una escalera de mano hacia el tejado. No era algo que hubiera molestado a Plock, ya que sentía que sus nervios se erizaban ante la idea de subir a esa altura.
   Dejó atras su miedos y cogió el primer peldaño. Como agente raso, no podía desperdiciar la oportunidad de participar en una investigación, aunque fuera una investigación a la que nadie en el cuerpo parecía haberle prestado atención en un primer momento, solo aquella joven. Tampoco podía permitirse quedarse atrás por tener miedo a las alturas y convertirse en el cobarde del cuerpo. No, definitivamente no lo haría. Sería sentencia de muerte para su carrera y para el estúpido honor masculino.
   Al llegar al último asidero, se encontró en un pequeño cuarto. Frente a él había una puerta abriera. Tras ella veía el terrorífico panorama que se avecinaba. Salió del pequeño cuarto y llegó a la terraza.
    La vista de Londres desde lo alto de Covent Garden le sobrecogió. Nacido en un pueblo en Gales, Ansel Plock se había maravillado al ver la infinita extensión de Londres cuando la había visitado por primera vez, pocos meses antes. Pero a casi vente metros de altura en el casco viejo de la ciudad, sentía que esa inmensidad se había agrandado mucho mas de lo que imaginaba.
    Se hizo un nudo en su garganta al mirar al suelo. Bajó sus pies se extendía un vacío hasta llegar a la planta baja de Covent Garden, uno o dos piso por debajo del nivel del suelo. Por un momento pensó que estaba cayendo, pero seguía de pié sobre el techo acristalado.
    Apartó la vista y decidió fijarse en la majestuosa figura de la Bahía de Wehtmincher y el London Eye. Pero descartó la idea al pensar que sería mejor saber en todo momento, pues no había ninguna valla que lo protegiera de una caída mortal. Empezó a andar hacia Beatrice, que se había alejado hasta uno de los extremos del tejado, el mas alejado.
   Suspirando, Plock pisaba con la mayor delicadeza que podía el suelo, creyendo oír como el cristal crujía bajos sus píes. Algunas personas en el interior del mercado empezaron a señalar al agente. Seguro que ese estaban partiendo de risa con solo verle. Plock sabía que su tendría que estar con una expresión de total horror. Sus brazos estaban algo separados del cuerpo, como si andara por la cuerda floja. Lo único que trataba de hacer era mantener los ojos abiertos, algo difícil ya que había una voz en su cabeza que le susurraba que escapara de aquella escena.
    Ya has llegado.
    Ansel suspiró al ver que ya estaba a apenas unos metros de Beatrice Dumm. Se acercó a ella, pero retrocedió un paso al ver el precipicio que daba a la calle.
    La joven lo miró desconcertada.
    —¿Qué te ocurre?
    —Miedo a las alturas —Plock noto que su garganta estaba seca como el desierto, pero sus axilas estaban empezando a parecer una charca.
    —Eso no tiene mucho sentido.
   —¿Como? —exclamó Plock.
   El agente se acercó un poco al borde y señaló hacia abajo. Su dedo apuntaba al cuerpo del suelo, que les devolvió la mirada desde su oscura visión.
   —Deberías preguntarle a ese —la mujer miró el cuerpo pero no cambió su expresión.
    —Sigo diciendo que el miedo a las alturas no tiene sentido. A lo que tiene miedo es a la caída.
   Plock tuvo que hacer un esfuerzo para no echarla de ahí, pero aguantó pensando en su trabajo. Cada segundo que pasaba con aquella mujer, le daba mayores ganas de mandar todo a la mierda.
     Beatrice volvió a girarse hacia al precipicio miró al frente. Plock siguió su mirada, preguntándose que buscaba. Debajo, el forense cerraba la bolsa del cadáver ante las miradas curiosas de la gente.
    —El guardia dijo que llevaba algo en la mano, ¿verdad? —preguntó Beatrice—. ¿Lo seguía teniendo cuando han encontrado el cuerpo?
   Plock recordó aquel detalle que había ignorado por completo.
   —No había nada parecido a lo que nos a dicho —recordó la imagen de lo que parecía regaliz y la llave sin cerradura—. Seguramente se desharía eso cuando lo perseguían.
    —Lo tiró por aquí —dijo Beatrice sin apartar la vista de la figura de Londres.
    Plock asimiló las palabras y desechó la idea de encontrar el objeto. Si había lanzado el objeto por ahí, seguramente alguien la habría cogido y se la habría llevado sin pensar. De nada valía que organizaran un rastreo por la zona; además, lo cierto era que no sabían que buscaban, solo algo parecido a un termo.
    —Lo lanzó por aquí —las palabras de la joven sacaron a Plock de sus pensamientos. Señalaba hacia un edificio de tres plantas con una fachada recargada de ábsides y repisas —. El teatro Linbury.
    —¿Por qué ahí?
   Beatrice se giró, parecía extraña ante la pregunta.
   —¿Vino hasta aquí y se suicidó sin mas? No, podrían haberle detenido antes de llegar aquí.
    —Quizá estaba nervioso.
    —Parecía muy seguro de lo que hacía. Vino hasta aquí y lanzó el objeto hasta el teatro. Quizá habrá un patio por dentro y quería mandarlo hasta ahí. Quizá ese era ese objetivo desde el principio.
    —¿Para que querría hacer algo…? —Plock no terminó la frase pues ya había entendido lo que quería decirle la mujer.
    Goodwin tenía a alguien esperándole en el teatro. Había entrado a Covent Garden, había robado un objeto metálico y luego había subido al tejado para lanzarle a su cómplice el objeto. Para luego suicidarse… Desde luego, nadie cuerdo podría haber hecho algo así.
    —Deberias buscar al propietario de las hierbas —dijo Beatrice—, mientras yo voy al teatro.
    Si no hubiera estado tan nervioso y evadido, se hubiera negado que la mujer fuera por su cuenta, pero la mente de Plock estaba ya en otro lugar.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now