XXII

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Duke Higgins sopesó la boquilla del cigarrillo entre sus carcomidos dientes mientras empezaba su rutinario paseo a través de parque Richmond. Abandonando la pequeña la caseta, se internó por uno de los caminos mas transitados. Aquel pasillo siempre le había parecido como la columna verteblar de todo el parque. A la luz anaranjada del ocaso, el zippo brilló mientras una lengua de fuego encendía el desgastado cigarro.
   Ya no quedaba nadie mas en el parque, o al menos era lo que se suponía. Higgins estaba mas que acostumbrado a encontrarse con intrusos dentro del parque después de la hora del cierre. La mayoría de las veces acababan con varios jóvenes corriendo como atontados mientras el guarda seguía su ruta sin inmutarse. Otra veces había que reprender a algunos que no tenían intenciones de marcharse.
     Ese día parecía que el parque estaba totalmente vacío, pero Higgins sabía que era bien inmerso, y que quizá hubiera alguien en la otra esquina del recinto. Se desvío del camino central y paso por debajo de unos abedules para llegar a uno de los lagos. Acostumbraba a hacer ese camino. Era hermoso.
    Las tablas del puente techado rechonaron bajo sus pies. Estamos igual de viejos, pensó Higgins al comparar ese chirrido con el de sus propias articulaciones. Llevaba casi treinta años de guarda en el parque, justamente los mismo que el puente. La jubilación de Higgins estaba ya cerca, en octubre, pero el puente seguiría ahí, hasta que no pudiera soportar el peso de los años.
   Sorbió el humo del cigarrillo mientras se volvió a internar por otro pequeño bosque y cogía una cuesta que descendía a la derecha. El suelo era pedregoso y mantuvo el equilibrio para no caer de bruces. Higgins se consideraba en forma. Cada noche recorría unos diez kilómetros sin sudar ni perder el aliento. Y eso que fumaba desde que tenía quince años, casi sesenta años atrás.
    El terminar la cuesta el camino de bifurcaba en dos sendero. Higgins cogió el de la derecha, prefería dar una vuelta por los laterales del perímetro antes de internarse en el centro. Aquella zona del parque era mas oscura y escarpada al paso, los altos árboles arrojaban unas sombras poco apetecibles. Y eso eucaliptos que no le gustaban a nadie llenaban el suelo de ojos y pequeñas trozos de madera que se clavaban en los pies, por lo que no se solía hacer ningún picnic de ningún tipo en esa zona. Higgins siempre pasaba por esa zona, aunque estaba totalmente desierta. Por ahí no pasaban ni los corredores mas despistados.
    Higgins siempre pasaba por ahí, solo. Hasta hacía unos meses, había tenido un perro callejero que deambulaba por el parque como compañero a la hora de dar su rutinario paseo. Era un spaniel con las orejas colgando como peludos vestigios de piel. Unos nueve años antes, Higgins le tiró tirado al animal un trozo de carne que había sobrado de su cena, y desde entonces el perro le había seguido cada noche, quisiera o no. Acabó por pillarle cierto cariño. Incluso le había puesto nombre: Narco.
    El mayor pasatiempo de Narco, a parte de orbitar a Higgins hasta aburrirse, era escarbar en busca de huesos. El animal los olía desde lejos, y había desenterrado huesos de todos los tamaños y formas. Luego, Narco se los llevaba a un lugar que Higgins desconocía y no volvían a aparecer.
   El animal había muerto meses atras, y Higgins lo había enterrado en su querido parque. Le parecía lo justo tras tantos años de compañía.
    Higgins apartó a Narco de sus pensamientos y se dio cuenta de que ya se encontraba en una de las zonas mas alejadas del parque. Miró su reloj: había llegado mas temprano que de lo normal. Esa parte, compuesta de eucaliptos y otros árboles que podían producir una urticaria, no era muy frecuentada por los visitantes el parque. El suelo estaba notablemente mas sucio, y lleno de hojas secas que chasqueaban bajo sus pies. La zona parecía realmente descuidada por los servicios de limpieza.
    Higgins empezó a bajar por una pequeña cuesta pedregosa, pero se detuvo al escuchar murmullo lejano...una voz, dos voces.
     Se detuvo y miró en derredor entrecerrando un poco los párpados. El sol ya había desaparecido por el horizonte y una luz mortecina y azulada se había adueñado del claro del bosque.
    Entonces los vio, dos figuras en el suelo. De inmediato, su mente comprendió lo que vio y empezó a correr. Seguía siendo un corredor respetable si se lo proponía.
    —¡Vamos, zorra! —gritó una voz áspera mientras Higgins se acercaba— Seguro que te gusta.
     El hombre estaba colocado sobre la joven mientras intentaba inmovilizarla. Las manos peleaban en el aire como pájaros frenéticos. El rostro de la joven se convulsionaba y se movía entre sus larga melena. Él vestía llevaba el pelo incluso mas largo y grasiento.
    —¡Déjame!  —dijo otra voz incluso mas aguda.
    Higgins ya estaba a apenas unos metros.
     —¡Eh, tú! —gritó empujando al despojo humano para apartarlo de la joven— Voy a llamar a la policía.
    Higgins recibió un puñetazo mal dado en el mentón y notó como el hombre se revolvía entre sus brazos. Intentó agarrarle, pero se escurrió entre sus brazos y se levantó tropezando con la hojarasca.
    El guarda, viendo que la joven se recomponía y empezaba a correr en la dirección opuesta mientras sacaba su teléfono móvil, empezó a correr para atrapar a su agresos. También rebalanado, Higgins empezó a seguirle de cerca.
    Era el tipo de personas que Higgins mas detestaba del mundo: un desecho social que no había hecho nada mas en su vida que hacer del mundo un lugar peor. Había conocido a mica gente así, sin intención de buscar un trabajo o hacer algo de manera legal. Ellos preferían vivir del trapicheo. Aunque Higgins consumía de vez en cuando, destestab a los camellos y su estilo de vida.
    Se internaron por una zona mas espesa y las ramas bajas empezaron a arañar el rostro de Higgins. Las piernas empezaban a flanquearle, pero se sonrió al pensar que se dirigían directamente hacia una pared de roca que seria como un callejón sin salida para el agresor. No debería perseguirle, pensó Higgins, pero podría ser lo mas emocionante que había hecho en su vida.
    De momento, el hombre giró hacia la izquierda, quizá para despistarle. Higgins cambió de rumbo para taparle el paso, pero se asombró al ver que el hombre tropezaba en una especie de trabaja que había sido escarbada naturalmente en el suelo.
    El hombre empezó a gritar como un loco, pero Higgins no vio porqué.
    El guarda se acercó. Se echaría encima suyo antes de que pudiera lentarse.
Cuando Higgins puedo ver al hombre gritando en la zanja, se quedó petrificado. El recuerdo de Narco volvió a su mente.
    En todos esos años nunca había encontrado tantos huesos.
   












Huesos para Adhira Nơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ