XXXV

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    El trayecto entre el museo y la asombrosa calle Dufine fue mas que agradable para Olivia, a bordo del viejo Cadillac que conducía con máxima soltura el capitán Edric Dumm. La conversacíon le había parecido durar unos instantes, pero había sido tan fluída que la antropóloga descubrió que teía mas en común con aquel hombre de lo que pensaba: aunque no era un experto en la historia, sí que estaba interesado sobre el imperio Bizantino y dijo que estaba planeando unas pequeñas vacaciones en Estambul, para después ir hasta Alejandría; Olivia pensó que no le importaría acompañar a aqueo hombre que había resultado también estar interesado en Kafka y Dostoyevski.

Pero, por suerte o por desgracia, el viaje finalizó al enfilar el Cadillac por un callejón oscuro que resultó ser la calle Dufine, enquistada entre el rubor de West End como una pincelada gris, un parón en el latido incesante de aquella ciudad. El suelo empedrado tenía el mismo aspecto sombrío que las fachadas que enmascaraban las casas de aspecto señorial de la calle Dufine. Olivia se sorprendió al ver que, a pesar de que fuera hora punta, los únicos que deambulaban allí eran unos gatos callejeros que no les prestaron la mas mínima atención.

Al apearse del coche, se preguntó se molestaría a alguien estando aparcado en medio de la calle. Pero desechó la idea de inmediato: aquel lugar parecía completamente exento de vida humana. Sin embargo, el rumor de algo parecido a una flauta llegó a sus oídos desde un lugar imposible de determinar, como la sonata de bienvenida a aquel lugar. Olía a hierbabuena.

-¿A quién decías que veníamos a ver? -preguntó Olivia para calmar los nervios.

-Ahora lo veras.

Dumm subió un par de escalones de un portal hasta llegar a la altura de la puerta. Picó a la puerta con la aldaba y el eco rebotó por las aceras vacías. Algunos de los gatos se habían acercado con curiosidad. Olivia oyó como alguien se acercaba y quitaba los cerrojos que debían asegurar la puerta. Finalmente se abrió con un quejido y en el hueco apareció un hombre del tamaño de un armario y la piel oscura. Vestía un reluciente traje rojo, como los botones de hotel que salían en las películas. Sin embargo, lo que mas sorprendió a la antropóloga fue el reflejo en sus ojos de un morado casi transparente.

El hombre los miró de arriba abajo mientras asentía lentamente. Les hizo una señal con la cabeza para que le siguieran dentro. Al pasar tras Edric, Olivia dio un respingo al notar como la puerta se cerraba detrás de ella. No había una luz en el pasillo y era difícil adivinar las paredes. El hombre que le había abierto la puerta caminaba delante de ellos entre las sombras, cojeando ligeramente de un pie.

-Es Kaïne -dijo Edric como si eso lo explicara todo-, es el criado de la señora Sibilla. Ah, y llamala así: señora Sibilla.

Olivia prestaba mas atención a donde pisaba, pues sus pies se hundian cada vez mas en la oscuridad. Un extraño aroma flotaba en el aire, pero no puedo identificarlo. Todo estaba e total silencio, salvo por el sonido de sus pisadas sobre las baldosas del suelo. Olivia suspiró aliviada al ver la luz temblorosa de unas velas de mantequilla delante del criado.

Llegaron a un pequeño salón compuesto de muebles de aspecto viejo y llamativos; todo parecía estar envuelto en un terciopelo con relieves delirantes. Unos pajaros revoloteaban en sus jaulas, clavando sus patas entre los pequeños barrotes para ver mejor a los recién llegados. En el centro de la estancia había una mesa con forma de media luna del ébano mas oscuro jamás visto. Como un indicativo de lo que Olivia empezaba a pensar que era aquel lugar, había un manojo de romero reposando sobre la mesa.

-Buenas noches, Silvia -saludó Edric a la mujer que parecía dormitar en la mesa, con los ojos cerrados tras unos párpados arrugados.

Unos dedos raquíticos estaban apoyados sobre el tapete, medio hundidos en la tela negra que formaba el extraño camisón negro que vestía la mujer. Tenía el cuerpo fino y con la espalda tras la mesa, colocada de manera concienzuda para recibir a las visitas. Su pelo, de un rubio plateado, caía a la altura de sus hombros con suma delicadeza. Las arrugas de su rostro estaban ordenadas de tal modo que dejaban ver que su rostro contenía una belleza misteriosa, con unas fracciones redondeadas y unos labios finos.

Huesos para Adhira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora