LIX

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    Con los pies resbalando por las aceras mojadas, el hombre corría con el corazón desbocado. Le seguían. Lo sabía. Se internó por una de las calles más transitadas que llevaba directamente a su destino. La lluvia comenzaba a ser más fuerte y las gotas arreciaban contra su rostro con violencia. Las figuras con paraguas se giraban a su paso, sorprendidas de aquel hombre con greñas que corría con los ojos desbocados.

Grégorie saltó por encima de un coche aparcado y alguien le gritó. Pero él no podía detenerse. Las sombras estaban cerca. Si le alcanzaban...

Giró en la cuarta calle de la avenida para despistarlos. Casi oía sus pasos, como moles de acero cayendo contra el suelo sin piedad. Estaban cerca. Casi podía sentir como estiraban la mano para cogerle.

Tras otro giro sin sentido, Grégorie volvió a la calle principal con las piernas cada vez más cansadas. Llevaba corriendo desde su casa, donde había empezado roto un extintor para crear una especie de niebla que le permitiera escapar del hombre de la furgoneta. No lo había visto salir, no lo había visto nunca, en realidad, pero sabía que estaba ahí.

Con sus últimas fuerzas, apretó el paso en los metros restantes. Hubo un respingo colectivo cuando Grégorie saltó al recibidor de la comisaría. Cayó sobre una alfombra mojada y apestosa entre gritos de histeria.

Consiguió levantarse con dos zancadas turbulentas. Retorciéndose y desgañotándose la garganta con sus alaridos y se dejó caer sobre el mostrador de recepción.

Una mujer policía, ya de cierta edad, lo miró con expresión interrogante. Hablaba por teléfono, pero quedó muda comenzó a gritarle sin apenas pronunciar sus palabras. Parecía como si su mandíbula fuera a salir volando con el próximo aullido de histeria.

-¡Ayuda! El agente Knowlton. Le necesito.

-Tranquilícese, señor...

La mujer hablaba tranquila, pero miraba de reojo al grupo de agentes que se acercaban poco a poco.

Grégorie miró en derredor. Cinco hombres se miraban entre sí, como preparando una emboscada. Se volvía hacia la recepcionista, mucho más nervioso.

-¡Llámelo!

-¨Señor, tranquilícese, o tendrá que irse fuera.

¿Fuera? Algo se partió en su cabeza, un cable roído por los nervios que provocaba un incendio mortal. Fuera es donde estaban ellos. Las sombras. Era como condenarle a muerte.

Golpeó la mesa como un simio enfurecido.

-¡No! Tengo que verle.

Los cinco hombres se abalanzaron sobre él y trataron de reducirlo. Grégorie forcejeó y trató de escapar, pero eran muchos. Cuando su cabeza chocó de lado contra el mostrador, seguía mirando a la mujer con los ojos a punto de estallar por la presión.

-¡Me van a matar! Llame al agente Knowlton. ¡Por Dios! ¡Llámelo!

Lynch observaba la lluvia caer sobre la ciudad, colmándolo todo de un acento gris. Algunos rayos se hacían paso entre las nubes como las venas de un cerebro celeste. Había sido una tarde ajetreada, aunque la noche parecía plantearse de igual modo. Edric estaba en el Museo. Su hermana y Ansel siguiendo unas pistas que no les llevarían a ningún lugar. Mientras, él había pasado el rato ahí, a la espera de que llamaran para informar que habían pillado a ese malnacido de Natoo.

Estaba a punto de irse, con la chaqueta en la mano, cuando sonó el teléfono.

Titubeó un momento, pero acabó por cogerlo. La voz estridente de Lincey, que solía ocupar los viernes el puesto de recepcionista en la comisaría, sonó atropellada.

-¿Lynch? Tienes que bajar.

-¿Qué ocurre? -preguntó, con cierto entusiasmo de que pasara algo interesante. Sí, señor, aún conservaba esa ilusión de los primeros tiempos por cualquier cosa. EN cierto modo, eso le hacía sentirse joven.

Un grito ahogado ocupó la línea unos instantes. Después, oyó como el teléfono chocaba contra algo.

-¿Linsey?

-Sí, sí... Ya está.

-¿Vas a decirme que ocurre?

-Hay un tipo gritando que quiere verte. Está desquiciado. Baja, ya.

Lynch colgó y dejó su chaqueta en la mesa, consciente de que volvería a por ella.

Atravesó los cubículos hasta llegar al ascensor. Pulsó con prisa el botón de la primera planta y esperó mientras una luz parpadeante le indicaba cuanto había bajado por el momento. Las puertas no terminaron de abrirse cuando Lynch pasó por ellas al vestíbulo.

Cinco rodeaban a alguien que pataleaba en el suelo junto al mostrador. A pesar de que los agentes eran jóvenes y bastante grandes, apenas podían retenerlo. El hombre trataba de levantarse en dirección entre aullidos

Lynch se acercó y lo observó de cerca.

Grégorie Chevré, el compañero de piso de Armello, tenía la mirada desbocada y los ojos inyectados en sangre. De su boca corría un hilillo de baba espumosa. Lo único que llevaba eran unos pantalones raídos. Tenía el pecho descubierto, con las costillas marcadas. Ya era flaco cuando Lynch lo había conocido unos meses antes, pero ahora tenía un aspecto detestable.

Tenía la nariz enrojecida y los labios mordidos, con sangre seca en los lados. El pelo lleno de greñas parecía sucio, como él. Seguramente no se había duchado en todos esos días.

Sus ojos se posaron en Lycnh.

-¡Agente, ayúdeme! Están afuera, quieren matarme.

Tenía la mano derecha algo libre y señalaba hacia la pierta de la comisaría Lycnh levantó la mirada y vio... la lluvia caer. Nada más.

Allí no había nada, al menos para él, pero Chevré se retorcía mirando hacia allí.

-Grégorie, tranquilízate -dijo Lynch con cautela, apartando a uno de los agentes- Vamos a hablar, ¿vale?

El chico asintió con fuerza y dejó de retorcerse.

Lynch miró a los agentes.

-Está bien, dejadlo. Todo controlado.

En cuanto quedó libre, Grégorie gateó hasta Lycnh. Se aferró a su pierna como si fuera si última esperanza. Había comenzad a llorar.

-Ellos mataron a Armello y a todas esas personas. Yo los vi. Se lo contaré, pero tiene que protegerme. ¡Se lo contaré todo! 

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now