IX

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Dentro del tetaro Linbury, reinaba un silencio que paneas desaparecia con algunas pisadas nerviosas. En los alrededores del escenario, se amontonaban cajas con atrezo entre un marabunta de cables para la iluminacion. Sieme Voorn daba vueltas por el escenario con el móvil en el oído.


Voorn sentía que los nervios le ponían furioso. La última llamada iba dirigida a uno de los técnicos de sonido que mas odiaba, un ucraniano que no dominaba el ingles. Aquel imbécil había tirado un altavoz de casi dos mil libras, y luego se había ido sin siquiera recogerlo para irse a almorzar. Sieme había tenido que llamar a un colega de otro teatro en West End.


El ucraniano seguía sin responder.


Debía de estar anocheciendo, supuso Voorn. Llevaba ya unas cuantas horas ahí de pie haciendo diversas llamadas para acabar con algunos problemas a pocas horas del estreno. Como si fuera el único que se preocupaba por el trabajo. Parecía mentira que, a un día del estreno, estuviera solo en el teatro.


Nadie se había quedado para revisar los detalles. Voorn sabía que el día siguiente sería el mas ajetreado de la temporada, y se preparaba física y mentalmente. Prefería trabajar sólo como la hacía en ese momento. El último técnico se había ido hacía unos momentos.


Cuando el director se disponía a hacer otra llamada, el chasquido de una puerta le llamó la atención. Se giró hacia el patio de butacas. La puerta doble del fondo temblaba (se abría hacía ambos lados y no tenía siquiera pomo), alguien acababa de pasar por ella. Pero en el público no se adivinaba a alguien.


Seguramente era algún técnico que se había dejado algo. Lo que de verdad sorprendió a Voorn fue que quien había entrado no había avisado de que estaba ahí.


-¿Robert? -preguntó sin fijarse en un lugar concreto. Seguramente era Robert, el director de iluminación; siempre era despistado al respecto de sus cosas, aunque nadie podía discutirle su profesionalidad en el trabajo- ¿Hola?


Algo se movió a su izquierda y Voord se giró rápidamente. En esa parte se amontonaba parte del atrezo de la obra que representaban al día siguiente: dos columnas de cartón piedra al estilo corintio y una pared con dibujos que recordaban a los de un palacio de la antigua Grecia.


-¿Quien es?


Voord suspiró, sintiendo que su enfado, por sorprendente que fuera, iba aun en aumento... Se acercó a los adornos y se sorprendió al ver que no había nadie por ahí. Los focos dibujaban extrañas sombras.


-Antigona, de Sofocles -dijo una voz detrás de Voord.


En cuatro se giró, se encontró con una figura en el centro del escenario leyendo el pequeño libreto que narraba toda la obra. Los focos ee reflejaban con un extraños resplandor sobre la pálida piel de la mujer.


Levantó la cabeza y bajo un flequillo casi plateado aparecieron dos ojos rojos que se fijaron sobre Voord.


-¿Quien es usted? -el director se acercó al escenario, molesto por la interrupción - Aquí no puede estar.


La joven enseñó una tarjeta plastificada sin apartar la vista del libreto. Voord se quedó de piedra al ver la identificación, pero se serenó al razonar lo que leía. Siquiera era de la Policía, solo una colaboradora civil.


-No puede estar aquí -repitió Voord.


-Lo sé.


Voord gruñó. ¿Que prendía aquella mujer? No podía permitirse perder el tiempo de aquella manera.


-Estoy investigando lo del cuerpo que han encontrado en Covent Garden -empezó a explicarse la joven-. Vengo a regristar algo en el teatro. Venía a decirle que estaría por aquí.


-No tiene permiso. No es de la Policía, no tiene ningún derecho a hacer lo que le apetezca. Vayase, aquí intentamos trabajar de verdad.


La mujer ladeó la cabeza y observó el teatro vacío.


-Tiene razón: no soy de la Policía. Pero podría comentarles el contenido de esa caja que tiene ahí -señaló con la cabeza una mesa.


Sobre ella había una pequeña cajita de metal. Voord sintió una punzada en el pecho al recordar el contenido. Sintió un cosquilleo en la nariz al pensar en el polvo blanco. Se maldijo a si mismo, tenia doscientos gramos en su camerino. Podían meterlo unos cuantos meses entre rejas acusado de posesión y venta de drogas.


-Puede pasearse todo lo que quiera -aceptó Voord con la voz entrecortada-, pero, por Dios, cayese.


La mujer dejó el libreto abierto sobre la mesa e hizo el mutis despareciendo do por el otro lado del escenario. Voord se fijó en como había dejado el libro y se fijó en una frase que había resaltada en la pagina abierta.





Beatrice se sonrió por haber conseguido pasar sin mayor complicación que una simple amenaza de chivatazo. Se hizo paso entre el atezo hasta llegar a la parte oculta para el público, una sucesión de estrechos pasillos recubiertos de madera oscura.


Subió por unas escaleras que parecían a punto de ceder por su propio peso y llegó a otro corredor oscuros. La única muetra de color era unas cajas con cierres de hierro y los extintores que habían cada pocos metros. Calculó a que distancia se encotraba de Covent Garden y se decidió por un pasillo que giraba a la derecha


Empezó a pasar filas de camerinos. De algunos salía la pestilencia del sudor mientras que otros rezumanban el aroma artificial del maquillaje. Algunos tenían las ventanas abierta, pero otros parecían cuevas oscuras.


Tras un paseo de cinco minutos, Beatrice encontró el lugar que buscaba, pero se sorprendió al ver lo que había en el suelo. Era un pequeño pasillo de paredes oscuras que acababa en una ventana, que era la única fuente de luz en el lugar. Rodeó el pequeño objeto y se acercó a la ventana. Parte de los cristales seguían en la ventana como una pantalla resquebrajada; otros estaban esparcidos por el suelo.


Era un lugar alejado y era lógico que nadie en todo el día se hubiera pasado por ahí.


Al acercarse a la ventana, los rayos del atardecer chocaron contra sus ojos. Sintió escozor y parpadeó para acostumbrarse a la luz. En la calle ya no quedaba ratro del desconcierto de esa mañana y todos los comercios estaban abiertos y la multitud paseando como si nada hubiera pasado. Justo enfrete estaba el tejado acristalado de Covent Garden.


Beatrice se sorprendió la ver que el malabarista de todos los días no estaba ahí, mientras que las grandes tiendas seguían ganando dinero.


Volvió a girarse hacia el objeto y se agachó junto a él. Se ajustó unos guantes blancos y cogió el artefacto con cuidado.


Parecía un termo. Tenía los laterales de hierro y marfil, y pesaba casi medio kilo. La figura engordaba en el centro y se había fino hasta llegar a los laterales, que tenían forma octogonal. Lo mas sorprendente de todo era que por fuera se podían leer letras y números. Al cojerlo, algo líquido se meció en el interior.


A los instantes, Beatrice sabía lo que era. No era el objeto por el que un hombre había muerto, sino por lo que guardaba en su interior.


Un autentico secreto.





Cuando Beatrice salía por la puerta del teatro Linbury, una sombra de casi dos metros se disponía a entrar. Se apartó y se escondió para que no le viera. La mujer tenía un aspecto demoníaco para la sombra.


Tras verla aliarse y perderse entre la gente, apretó los dedos en las palmas de la manos hasta ver que la sangre empezaban a manchar sus uñas. Se limpió un poco y entró en el teatro.


Si no encontraba lo que buscaba, se tendría que volver a manchar las manos.



Huesos para Adhira Where stories live. Discover now