XLII (segunda parte)

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  Edric pasó la puerta, manteniendo su arma en alto. El extenso pasillo que se presentó igual de oscuro que el salón. Apenas se podía ver, pero descartó la idea de encender las luces o sacar una linterna. Estaba claro que Natoo ya sabía que estaban ahí, habían hecho mucho ruido, pero lo mejor era no delatar su posición tan pronto. Un escalofrío surcó su espalda cuando pensó en lo fácil que sería para Natoo tenderles una emboscada.

Se acercó a la primera puerta, pocos metros a la derecha e hizo un gesto a los otros. Plock se colocó a su lado y Mell un poco atrás. Abrió la puerta y apuntó hacía dentro.

La habitación estaba compuesta de un par de camas con sábanas de color pastel. El suelo repleto de cachivaches, apenas visibles en la penumbra. Un pequeño escritorio repleto de lápices de colores y ropa. Era la habitación de un niño. Dos niños, pensó Edric al ver ambas camas, impecablemente hechas.

Cerró la puerta, preguntándose quien vivía exactamente ahí. Los informantes de Jenkins no habían sido nada precisos, se lanzaban al vacío con aquella incursión. Sin embargo, la casa parecía totalmente vacía.

Se repartieron las puertas a ambos lados del pasillo. Edric abría las de la derecha y Jenkins la del otro lado. Ansel aguardaba siempre en un lado del pasillo, con todos los sentidos alerta.

El camino giró un par de veces y las puertas seguían sucediéndose. La casa era mucho mas grande de lo que esperaban.

Abrieron mas puertas, solo para ver que no había nadie.

Conforme avanzaban, Edric se iba fijando en los cuadros que decoraban las paredes. Básicamente, las pinturas evocaban paisajes exóticos, asiáticos, con monumentos y paisajes de la India. Los rojos se difuminaban en los atardeceres de acuarelas. Sin embargo, se encontró con fotografías que le pusieron los pelos de punta.

Algunas de ellas eran normales: rostros bronceados que sonreían a cámara para el retrato. Había muchos rostros, y ninguno se repetía. La familia debía de ser grande. Pero otras fotos recordaban que esta tenía raíces en una de las costumbres indias mas antiguas.

Eran faquires.

Uno de los rostros era el de un joven de unos veinte años. Miraba con unos ojos oscuros pero brillantes a cámara, como si traspasara el marco. Extendía los brazos mostrando una infinidad de hojas de hierro que los atravesaban. La sangre goteaba por su piel, pero su rostro era inexpresivo. A pesar de que parecía no darse cuenta de ello, se estaba desangrando. Se moría, poco a poco.

-Eh, luz -la voz de Ansel rebotó en el pasillo. Y añadió, con un tono mas bajo-. Luz del sol.

Edric también lo vio. El pasillo terminaba por fin en una puerta con un cristal traslucido en su centro, que dejaba pasar un poco de luz.

Avanzaron hasta ella, a pasos lentos y en silencio. Edric empujó la puerta y la luz solar le cegó unos instantes.

Era una cocina, de aspecto arreglado. Los electrodomésticos parecían nuevos y las baldosas del suelo brillaban por el sol que entraba por un espacio que daba a una especie de patio. Los tres hombres pasaron por la cocina hasta salir fuera.

El patio, de unos pocos metros, parecía el nexo de varias casas. En cada una de las cuatro paredes, había puertas que debían de llevar a esas casas. Todas se reunían, como una comuna. Habían colocado unos pequeños bancos de hierro forjado entre grandes macetas. Todo estaba muy cuidado.

Las casas llegaban a tener hasta dos plantas, todas con el patio como centro. Unos peldaños blancos subían al lado suya, y se perdían en un hueco oscuro que debía de ser otro pasillo.

Edric los llamó de nuevo, en un susurro.

-Tenemos que separarnos para cubrir mas terreno. Ansel, métete por ese pasillo de ahí; Mell, por el de enfrente, Yo subiré por esa escalera. En cinco minutos, todos aquí.

Asintieron y en pocos segundos desaparecieron de su vista. Edric creyó ver en Ansel una expresión de puro nerviosismo. Estuvo a punto de pedirle que esperara, que relevara a Márquez y no siguiera. Pero ya se había ido y Edric pensó que no se arrepentiría.

Subió la escalera y llegó a un espacio oscuro. El pasillo era mucho mas corto, como una especie de desván oscuro y maloliente. A pesar de que toda la casa estaba impecable, el suelo aquí estaba lleno de polvo y todo tenía un aspecto decrépito. No habían cuadros ni fotografías. Solo dos puertas.

Se decantó por la de la derecha.

Edric abrió la puerta con cuidado. Apenas un rayo de sol conseguía perforar por las persianas para reflejarse en esos ojos que le esperaban desde el fondo.

Ahí estaba. Un galgo blanco. No se inmuto al ver al intruso. Edric se vio absorbido por aquel rostro carente de emoción, tan misterioso, que se alzaba sobre un cuerpo enclenque. Los ojos se perdían en el vacío, como si viera algo mas.

Se miraron unos instantes. Ninguno hizo nada, solo mantener cruzados sus ojos hasta que Edric.

Tan solo quedaba la otra puerta y el vacío del pasillo. Penó en volver. La luz entraba a raudales por el patio, pero se desvanecía de inmediato en el pasillo. Seguramente, ahí no había nada que buscar. Una puerta mas, y luego se reuniría con el resto.

Cuando cogió el picaporte para entrar, se dio cuenta de algo: tenía miedo.

La habitación estaba completamente oscura. Una bocanada de aire rancio salió del interior. Edric sacó algo del bolsillo trasero. La luz de la linterna consiguió atravesar a duras penas la nube de oscuridad. Unas volutas de polvo se cruzaron en el haz.

Las ventanas estaban mejor tapiadas y alguien había puesto unas mantas para asegurarse de que el sol no entrara. El suelo de baldosas había desaparecido y en su lugar había una tupida capa de alfombras persas con aspecto roñoso. El aire estaba viciado, como si la habitación hubiera permanecido cerrada durante meses. Las paredes estaban forradas de tapices negros bordados con coloridos hilos. Los dibujos en la tela eran símbolos y figuras geométricas sin sentido.

Dio un paso mas.

El suelo se hundió un poco bajo su peso. Paseó la luz de la linterna hasta que se topó con el altar.

Formado sobre una mesilla, un montón de cañas estaban colocadas de tal manera que se sostenían unas a otras en una especie de altar. Un par de velones descansaban as u lado, apagados, casi consumidas por completo; las lágrimas de cera se habían hecho piedra entre las fotografías. Edric se encontró con rostros conocidos en las polaroids llenas de sangre, clavadas en las cañas.

Se encontró con Armello Fabrici, Dwith Goodwin, en fotos separadas pero claramente sacadas en el mismo momento: ambas víctimas caminaban por la misma calle de cemento. La imagen del compañero de piso de Fabrici, Grégorie, también brillo bajo el haz junto a la de una niña pequeña de rizos de oro. Sobre ellos estaba el rostro de Olivia.

Edric se acercó mas, conteniendo la respiración. Bajo el arma, embobado cuando se encontró con la tez blanca de Beatrice.

Alguien la había plasmado en la puerta de la comisaría. A su lado estaba Ansel. También se encontró con a foto de un hombre muerto, con la barba descuidada y vistiendo harapos: Jonh Dillon, el cadáver de Hide Park.

Tres víctimas, cuatro si se contaba a Goodwin.

No se sorprendió al ver su propia mirada perdida en el altar. La foto en la que Edric se encontraba la habían topado ese mismo día: en ella aparecía en su Impala tras dejar a la antropóloga en el Museo tras su discusión.

Estaba tan absorto en las imágenes, que no se percató de la figura que empezaba a moverse detrás de él.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now