XXIX

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     Ansel le tenía miedo al pasado. Era un temor extraño, pues estaba dirigido hacia algo que había existido y que el tiempo había borrado. Aún sentía el fuego y su piel erizándose.
    Entró en su casa en silencio y cerró la puerta con sumo cuidado. Saludó a Marly, la enfermera que había cuidado a su madre ese día, mientras dejaba na chaqueta que no había usado en el sillón. Marly tenía los auriculares puestos y no le había escudo llegar, pero no parecía sorprendida. De su labio inferior colgaban dos bolitas de aluminio y por su pantorrilla escalaba una especie de serpiente rojiza. Marly tenía el aspecto de punky retraída por el trabajo, pero era una enfermera de primera. Seguramente cuando salía no tenía frenos, y Plock soñaba con tener la oportunidad de ser así. Con dos años menos que él invertía sus prácticas en Beverly Plock.
    Marly se despidió, chocando el puño. Plock la vio desaparecer con sigilosa gracilidad. La puerta se cerró y Ansel se dirigió hacia su habitación.  No tenía hambre, solo sueño. Pasó de largo la habitación de su madre, que dormía de lado y con una pequeña luz de pared junto a la cama; a veces se despertaba, y aquello impedía que no se alarmara, aunque habían casos (de una forma asquerosamente común) en los que no recordaba la habitación.
    Ansel la envidiaba  a veces. Le gustaba la idea de ser como ella: alguien que tenía el poder de desechar recuerdos.
    Llegó a su habitación y cerró la puerta. Dejó su bandolera en un escritorio y se sentó en la cama, suspirando. Un resplandor rojizo de la calle entraba por entre la persiana. La luz de la farola parpadeaba cada cierto tiempo y volvía a iluminarse con mas fuerza. Era un barrio malo, él lo sabía, pero era lo que había por el momento.
    Alargó el pie para accionar el interruptor de una lampara de pie. Tras la tela blanquecina se encendió la luz que echó al resplandor rojizo por otra aura distinta, mas íntima y secreta. Barriendo el sueño de su cara con las manos, Plock bostezó mientras se descalzaba ayudándose de los talones. Empujó las zapatillas hasta la ventana y luego se miró al espejo.
     Tenía un aspecto horrible. Hacía varias semanas que no se recortaba la barba y ésta tenía el aspecto de un gato mojado. Incluso le pareció que su vivo tono escarlata se había vuelto mas blanco y triste. No podía ser, tan solo contaba veinticinco años. Pero los surcos purpúreos que surcaban su párpados en forma abolsado le devolvió a la realidad de que su juventud se exprimía por el trabajo. Estaba agotado.
    Se quitó la camiseta y la tiró hacia el escritorio, tapando la bandolera para que no pasará frío. Mañana la lavaría junto al resto de ropa que escampaba por toda la habitación. Cerró los ojos. No quería mirar. Pero siempre lo hacia y nunca podría dejar de hacerlo. Miró al hombre del espejo.
    Sus ojos se posaron en la espalda. Ansel hacia deporte y podía presumir de cierta solidez en los músculos. Su espalda era ancha, pero lo que llamaba la atención eran los surcos blancos que se alargaban desde los riñones hasta los hombres. Eran línea sobresalientes y profundas al mismo tiempo. Cuando las tocaba, aún las sentía arder como el fuego. No eran heridas accidentales, sino metódicas, hechas por alguien de manera consciente. Las cicatrices de quemaduras de tercer grado se veían rosáceas después de casi quince años; aunque Plock a veces sentía que se volvían grises como el carbón incandescente por el rabillo del ojo, como si un demonio posara su mano grisácea sobre ella. Pero al volver a mirar, seguían siendo lo mismo: una marca del pasado que lo acompañaría siempre.
    Siente el fulgor, Ansel. Soy Vulcano.
    Apartó esas frases de su cabeza. Solo eran un recuerdo. No eran reales.
    Se tumbó en la cama y no tardó en quedarse dormido.
  

    Lynch le tenía miedo al tiempo. Para él era real, y picaba a su puerta para invitarle a dar una vuelta que acabaría con un cortante final.
    Se sentó en su sillón al salir de la ducha, vestido con su pijama pulcramente planchado. Un olor dulzón parecía impregnar las paredes. Si cerraba sus ojos podía sentir que su casa era una auténtico palacio vienes, con suelos de mármol y grandes ventanas que derramaban la suave luz de la mañana. Pero al abrir los párpados descubría la mentira.
    Sobre el mugroso linóleo se amontonaban cajas y trastos sin ningún uso. Pero para Lynch eran importantes. Eran suyos. No podía tirarlos, porque eran suyos. Aquel piso era como una prisión en la que él se sentía protegido y a salvo. El único lugar que le gustaba mas era su casa en Polperro. Decidió que iría la semana siguiente a pasar unos días. El pueblo situado al sur de Cornualles, era una especie de santuario para Lync. No tenía nada que hacer, por lo que tenía todo el tiempo del mundo.
   El maldito tiempo. Como lo oído. No está quieto ni un segundo.
   Rápidamente, se deslizó por su sillón y palpó las manos por la mesa auxiliar. Había apagado las luces y no veía el mando a distancia. Al fin, sus manos se aferraron aquel cachivache y se lo llevaron consigo. Le dio la vuelta y encendió el televisor. Empezó el vídeo que veía una vez a la semana, a la misma hora siempre. El mismo final.
    El rostro de una niña de siete años le sonrió desde la pantalla. Era su hija, Bernadette. Enseñándole algo desde una playa de pequeñas piedras negras.
    «Mira, papá, es un cangrejo»
   «Cuidado, que te va a picar »
    La niña no dejaba de sonreír. Su dientes eran una fina línea blanca entre dos labios rojizos. Tenía sus ojos, y eso era lo que mas le gustaba. No podía quererla mas, pero tampoco podía echarla mas de menos. Bernadette trabajaba en Japón. En el otro extremo del mundo. Y desde que se había marchado, Lynch la había visto apenas un par de veces. Ella era feliz ahí y no parecía tener intención de volver. Lynch se mordía las uñas por gritarle que volviera con él.
   Sin embargo, el tiempo seguía caminado. El tiempo tienen tres patas, pensó, dos son para no detenerse y otra para pisotearnos sin piedad.
    Con las lágrimas deslizándose por las mejillas, Lynch se reclinó en su asiento mientras Bernadette le sonreía desde la pantalla y se zambulló en un agradable sueño…

Huesos para Adhira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora