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!Corre!, gritaba su conciencia mientras que otra oscura sombra encasquillada en su cráneo le sugería que parase, que dejara que aquel que le perseguían en las sombras le dieran alcance. Eso acabaría con todo, con aquella locura. Sería reconfortante el dejarse llevar y poner punto y final. Sin embargo, sus piernas se movían pesadas, pero a toda velocidad por las empedradas de Londres, a esas horas, totalmente vacío.

    El profesor Dwight Goodwin atravesó un mugroso callejón llamado Tavistok. Tropezó con unas bolsas negras y trastabilló con el corazón en el pecho. Nos se atrevió a mirar atrás, pero sabía que las sombras le seguían. Siguió corriendo notando sus respiraciones detrás de él.

El profesor llegaba a la una de las plazas más transitadas de la zona Westminster cuando vislumbró la figura acristalada de Covent Garden. La gran mole de acero y cristal templado se alzaba como centro de la plaza. En otra época había sido conocido como el "Apple Market", pero en algún punto del siglo pasado esos cerdos lo habían convertido en un sucio centro comercial que solo conservaba la estructura para recordar su belleza del pasado.

Podía servir para darles esquinazo.

Pasó a toda pastilla por uno de los laterales hasta que vio una luz. Una de las puertas laterales estaba abierta. Un hombre fumaba en la puerta. Goodwin también lo detestaba. Lo empujó contra la pared para hacerse paso. Entró de un salto mientras el guarda trataba de levantarse gesticulando y mostrando su amplio vocablo de palabrotas. Pero el profesor no le hizo caso.

Sentía su propio latido en el cuello. A punto de estallar.

Y a las sombras pisándole los talones. A punto de atraparle.

Covent Garden siempre le había recordado a un escarabajo. Se hacía hueco mientras las paredes se abrían más y más para levantar su caparazón de cristal. Unas escaleras partían de la barandilla más cercana para adentrarse en el piso excavado bajo sus pies. Si bajaba podía darse por muerto. No. Había que buscar otra salida.

Empezó a correr en el momento que las luces del mercado se encendían con destellos violentos y una alarma comenzaba a aullar con rabia. Unos gritos ahogados sonaron a su espalda y su eco de dispersó por los arcos del techo acristalado. Los zapatos de piel comprados comenzaron a resbalar por el suelo pulido. Arrastró la suela para tener cierto control. Los macetones que adornaban Covent Garden fueron sucediéndose mientras el profesor pasaba junto a ellos como alma que lleva el diablo. Llegó a la mitad de la pasarela cuando un guardia más bien obeso surgió del baño más cercano a unos metros de él.

-¡EH! -gruñó el cerdo uniformado mientras Goodwin seguía corriendo- Pero, qué...

Las palabras del guardia se ahogaron cuando el profesor chocó con fuerza para apartarlo. El hombre trastabilló hasta caer en uno de los macetones. Goodwin siguió corriendo sin preocuparse. Aquellos gemidos fueron quedándose más lejanos, pero los gritos del otro guardia sonaban más cercanos. Si le detenían...

Entonces la vio. En la pared de su derecha, entre dos tiendas: una puerta grisácea de mantenimiento. Estaba abierta y el profesor se precipitó por ella al ver la pared. En el cemento, una escalera de mano subía en la penumbra.

No tenía más opción. Subió con las manos temblorosas hasta llegar a un pequeño cuarto en el que se amontonaban cajas. También había una puerta que se apresuró en abrir. La brisa nocturna le envolvió el rostro con una suave caricia. Era el tejado del edificio, su única salida. En el cielo no brillaban estrellas.

Cerró la puerta y se tambaleó por el suelo acristalado de Covent Garden. Se sentía tan agotado y fatigado que no se percataba de la caída mortal de dos pisos de la que solo le separaba una finísima capa de cristal. Se acercó a uno de los bordes de la terraza.

Bajo sus pies se extendían calles y recovecos oscuros donde podían estar esperando las sombras. Siempre al acecho, esperando su fin. El profesor sabía que estaba cerca. Pensó en su compañero de investigación y en lo que le pasaría dentro de poco. Lo tenía merecido, pero Goodwin seguía sintiendo pena. Él sería el siguiente. Las cosas se habían salido de lugar, todo estaba descontrolado.

Con la chaqueta de tweet azotada por el viento, sacó algo del bolsillo mientras se movía unos pasos buscando algo. En el ala este de Covent Garden, el profesor se acercó hasta el borde. Frente a él se encontraba el teatro Linbury, oscuro y silencioso a esas horas. Levantó el objeto que había cogido, la clave de todo aquello, lo que le pondría punto y final, y lo lanzó al vacío. Rompió una de las ventanas y se perdió al colarse en la oscuridad del teatro.

Suspiró, aliviado. Quizá eso salvara la vida de su pequeña, aunque podía dar la suya por terminada. Un escalofrío recorrió su cuerpo al recordar como el hombre que lo había provocado todo, tenía a su hija Marion entre sus brazos. Podría haberla matado, pero querían que Goodwin trabajara para ellos. No, se dijo, quien había causado todo ese mal era aquella mujer que se había metido en sus mentes como un lento veneno.

Desde la terraza podía ver todo el barrio, que terminaba bruscamente enfrentándose al Támesis. Al profesor siempre le había gustado pasear por Covent Garden. Se sorprendía de que parte de la arquitectura de los edificios más emblemáticos, se asemejara a los maestros italianos. Como una pincelada de Renacimiento en un Londres contemporáneo. Había caminado por esas calles con su anterior matrimonio y su hija. Pero aquellos eran otros tiempos, otra vida. Ahora, solo le seguían aquellas sombras y la Abadía de Westminster era el único testigo mudo de aquella noche.

La puerta del cuarto se abrió y el primer guardia se acercó un poco. Goodwin levantó la mano pegando los pies al borde y el hombre se detuvo. Tenía el rostro blanco, sin sangre.

El final era inevitable. Goodwin lo sabía.

-Por favor... -rogó el hombre lentamente, con miedo- no se tire. No pasa nada. Acompáñeme abajo.

El profesor negó con la cabeza. Era su final.

-Adhira me lo pide.

Otra figura salió del cuarto. El gordo, que se quedó en su sitio, los miraba con ojos desorbitados sin comprender nada. Nadie lo comprendería, el profesor estaba seguro de ello. Hasta que nadie se hiciera una idea de lo que pasaba, no podría hacer nada. Para entonces sería demasiado tarde.

-Lo siento -le dijo al guardia con voz calmada, aunque su cuerpo temblaba entre escalofríos y su piel estaba perlada de sudor frío-, pero no tengo más opción.

Todo se paró. No había más.

-Debo entregarme a ella.

Dio un paso más y conoció el vacío.

Huesos para Adhira Όπου ζουν οι ιστορίες. Ανακάλυψε τώρα