LVIII

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    Edric contó una decena de cameros que recorrían los pasillos del Museo con bandejas tapadas que acababan en pequeñas mesas colocadas junto a las salas. Los invitados, ataviados con trajes y vestidos de lujo, se acercaban con cierto disimulo para llenarse la boca con los pequeños aperitivos.

Había bastante gente, más de la que esperaba. Los más de veinte kilómetros de galerías no parecían ser suficientes. En esos momentos, estaban a apretujados porque la exposición que ocupaba medio mueso aún no estaba abierta. Las puertas que permitían pasar a las salas preparadas para la ocasión estaban cerradas decoradas cada una por un coqueto lazo rojo. Edric sabía que no estaban cerradas, lo prohibían las leyes por si ocurría una tragedia, pero así daban el dramatismo que debían buscar los organizadores.

Edric caminaba sin prisa entre la multitud hasta que llegó a una de las primeras salas. Los invitados también habían entrado ahí, pero eran pocos los que prestaban cierta atención a los mármoles que presidían la estancia. Los mármoles de Elgin seguían fascinándole a pesar de haber pasado a verlos una docena de veces. Y seguramente nunca se cansaría de verlos. Edric paseó por ellos tratando de captar su esencia.

Los frisos tallados con mimo en el mármol blanco recreaban una procesión de hombres y caballos con gran detalle. Los mármoles recordaban una de las festividades más representativas de su origen: las panateneas, en honor de la propia diosa Atenea, símbolo de la capital griega. La procesión era el comienzo de las Grandes Panateneas; los primeros juegos olímpicos.

El viaje desde el Panteón hasta el Mueso Británico, pasando por los desgastes en el fondo del mar y los sótanos del conde Elgin durante años, había dejado huella en los frisos. Muchos estaban medio descompuestos, carcomidos. Pero las imágenes seguían quitando el aliento y los ingleses y griegos trabajaban hombro con hombro, aún con las tensiones de la extradición de las piezas, en su restauración.

Dejó atrás la zona griega (no sin antes pasar por "La Afrodita en el baño" y el monumento a las nereidas) y siguió por distintas Buscó entre los rostros que paseaban por el Museo, pero no encontró el de Olivia.

No habían quedado en ningún sitio en concreto y las innumerables salas parecían el laberinto perfecto para que no se encontraran jamás. La buscaba entre los invitados. Algunos le sonaban de sus vistas al Museo; conservadores que habían entrado trabajando hasta tarde las últimas semanas para aquella noche. Parecían aún tensos por el miedo a que lago saliera mal, pero como decididos a disfrutar la velada. En cierto modo, Edric hacía lo mismo.

Se llevó a la boca una pequeña pasta de plátano con huevas de bacalao en la entrada de la apodada La sala de los relojes. El nombre, por supuesto, hacía honor a la exposición que guardaba. La sala era algo más pequeña de lo normal, pero sus paredes estaban aprovechadas hasta el último milímetro de centenares de relojes.

La mayoría eran auténticos, pero varios eran copias para su exposición. Un gran reloj de cuco presidía la sala de relojes muertos. Ninguno marcaba la hora ya y veían pasar el tiempo en un profundo letargo.

Edric había ido por ahí, sabiendo que no encontraría a nadie y podía ser un buen atajo. Después de pasar por la jauría de gente, oír tan solo sus pasos resultaba extraño. Algo en su interior le dijo que Olivia ya debería haber llegado y que le estaba buscando.

Estaba a punto de llegar a la puerta cuando oyó algo más que sus pisadas.

Tic-tac-tic-tac-tic-tac-tic-tac

El traqueteo de un reloj llegaba desde una de las estanterías. No contaba los segundos, de eso seguro. Sonaba mucho más frenético que eso. AL acercarse, Edric vio una esfera de latón desgastad. EL segundero giraba rápido por la esfera, como si el mismo tiempo tuviera prisa.

Con un extraño escalofrío, Edric abandonó la sala.

Al volver a la corriente humana, subió por las escaleras hasta el primer piso. Cada vez había más gente, pero cuanto más avanzaba más dispersos se encontraban los grupos de invitados.

-Es una vergüenza que Cranston no haya venido a recibirnos -se quejaba una mujer de ancho busto, embutida en un vestido de lentejuelas moradas-. ¡A nosotros!

-Tranquila, Greta -replicaba un hombre de casi las mismas medidas a su lado-. Hoy tiene mucho ajetreo, y se rumorea que la fortuna de su familia ya no es lo que era. Y esa mujer...

-Un bicho raro. Da miedo -fueron las susurrantes palabras que zanjaron la conversación cuando Edric giró en el siguiente pasillo.

Parecía invisible, y eso le gustaba. Mejor así.

Llegó hasta el ala del Museo reservada para las piezas de África. Las salas estaban iluminadas desde abajo con focos amarillentos, formando extrañas sombras con las piezas expuestas. Era el ala del Museo que más le gustaba. Olivia también era una apasionada de todo aquello, sobre todo Egipto, y resultaba curioso que nunca se hubieran encontrado. Era como si...

Unos ojos huecos le vaciaron la mente de ideas.

Sin darse cuenta, sus pies le habían conducido al centro de una de las salas con menos luces, colocadas estratégicamente para la escenografía. Se deslizó hasta un espacio entre dos vitrinas semicirculares que llegaban hasta el techo. Las vitrinas estaban iluminadas desde abajo, formando una especie de capullo de máscaras que le miraban desde la nada.

Edric se maravillaba del detalle en la que estaban hechas. Le hacían pensar sus usos. Algo que permitía a quien las llevaba, alejarse del ser humano y convertirse en otra cosa. Pero ¿en qué?

Una de las que se encontraba a pocos metros de él, retrataba un rostro con la forma de una media luna perfecta, hecha de una madera oscura y sin expresión alguna. Los ojos eran dos aberturas rectangulares por las que no se veía.

A su lado, separada por dos aneas trenzadas, se alzaba sobre un pequeño pedestal una especie de cabeza de chacal. Un halo de hojas de caña rodeaba la máscara. Viéndolo más de cerca, era un rostro humano al que le había surgido una dentadura que parecían serruchos a punto de engullirle.

Una voz femenina, acarició el aire a su espalda.

-Me alegra volver a verle, agente Dumm.Sabía que vendría. Algo me lo dijo    

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now