XLVIII (segunda parte)

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     Una brisa atravesó el corredor a oscuras para recordarle su misión.

A un lado, el ala de maternidad estaba separada por dos grandes puertas de un cristal traslucido. Había luz tras ella, pero apenas bañaba unos metros hacia afuera. Beatrice se encaminó hacia el otro lado.

Las luces se fueron activando a su paso mientras Beatrice miraba de soslayo el ventanal que decoraba la pared a su izquierda. A través de ella vio las luces de las farolas reflejándose en las pesada aguas del Támesis, que a esas horas discurría con calma y un murmullo ahogado. Beatrice recordó las historias sobre ese lugar, el fluir del agua y de los espíritus parando el tiempo.

Apartó esas ideas de la cabeza cuando llegó a un pequeño mostrador al final del corredor. Cuatro paredes con unas ventanillas para atender a los pacientes con prisas.. El camino se bifurcaba y se perdía al girar entre bancos de plástico y salas de consulta vacías. Con la llegada de la tarde, aquella parte del hospital quedaba prácticamente abandonada. Incluso por el servicio de limpieza, Beatrice había apreciado que se encargaban de esa zona a primera hora de la mañana.

Pero ella estaba ahí, de noche, con el eco de sus pasos como cómplice. Las luces ahí no se encendían con el movimiento, así que podía trabajar en su terreno: en la oscuridad.

Asegurándose con una mirada que no había nadie en el pasillo, se agachó junto a la puerta de la garita y sacó dos ganzúas del bolsillo trasero. La cerradura no duró mas de un par de movimientos. Beatrice entró en el box segura que no había activado ninguna alarma.

El interior del box era algo caótico, con varios escritorios repletos de papeles, portalápices y las fotos de los hijos sonrientes de los trabajadores. Beatrice se acercó a un archivador y revisó el primer cajón. Ante sí se mostró una hilera de carpetas que resultó ser igual de inútil que la cerradura del box. Como temía, solo eran muestras de burocracia médica que no le servía de nada.

Sin embargo, ya lo tenía previsto.

Se colocó tras un escritorio bajo la ventanilla y lo encendió mientras sacaba algo de su mochila. Colocó su portátil sobre la mesa y comenzó a desenrollar un cable negro. Había escogió ese sitio porque desde él podía ver el largo corredor. La única luz venía del ala de maternidad.

La pantalla se iluminó azul de repente. De fondo de pantalla, alguien había colocado una sonriente familia minúscula junto al calmado mar junto al que posaban. Un recuadro en la pantalla pedía que introdujera la contraseña. No hubo problema con ello, pues un posit pegado en la pantalla estaba escrita a boli la clave: PANAMÁ2006.

Resultó ser correcta, claro.

Ya cuando el ordenador ya estaba iniciado, Beatrice lo conectó con su portátil con un cable USB. En el ordenado del hospital, buscó el logo del St'Thomas y pinchó en él y otro mensaje apareció de repente: requería otra clave para entrar a la base de datos del hospital.

La clave no era otra que el número identificativo que poseía cada empleado autorizado del hospital. Podría haber colocado el código del doctor Galván, pero su usuario había quedado registrado junto a toda su actividad en el servidor, lo que supondría un serio problema para él. Beatrice decidió no buscar ese contratiempo al doctor, y pasó a teclear en su portátil.

En un diálogo, activó un programa de fuerza bruta para descifrar la clave. Una clave alfanumérica de diez dígitos. Le llevaría unos minutos, pero no sería problema. La pantalla negra comenzó a llenarse de líneas de letras mientras el programa probaba todas las combinaciones posibles con su algoritmo.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now