XXVI

39 15 4
                                    

El caso Fabricci y Goodwin se habían unificado en uno y todos los datos estaban esquematizados en un tablón en medio de la sala de homicidios. Los datos estaba entre conectados con hilos grisáceos y conectaban ambos casos por la sangre del tal Novak Natoo, actualmente desaparecido, ademas de en busca y captura. Era la única relación y seguía sin aclarar ninguna lógica en todo el asunto.
    Esto podía significar algún que otro avance. Al ver las pruebas que habían recopilado entre todos, algunas cosas empezaron a fluir.
     Lynch, nada mas ver la llave que habían encontrado junto al maltrecho cuerpo de Dwith Goodwin, se había reído al verla. Él mismo tenía una igual en su llavero. Le sorprendía que la ingeniosa Beatrice Dumm el lugar donde procedía. No era difícil. El viejo guardamuebles se encontraba a unos pocos kilómetros.
     Ahora descendían por una pendiente que trazaba una ligera curva hasta desembocar en un aparcamiento de grava. El Ford de Lynch levantó piedras pequeñas a su paso hasta quedar a pocos metros de la entrada. El lugar parecía abandonado. Había llovido debilmente durante un buen rato, dejando todo con un aspecto húmedo y grisáceo.
    El guardamuebles se encontraba a doscientos metros la parte baja del Tamesis. Un olor rancio llegaba al aparcamiento junto al rugido del agua al pasar por una procesador a de aguas medio ruinosa. A las partes en las que el agua se calmaba se formaban islas de basura.
     El rumor de la autopista se enmudeció cuando la puerta se cerró con un chasquido detrás de ellos. El recibidor, inundado del aroma de un ambientador industrial, estaba iluminado penosamente. Una lampara de pie arroja desde la garita de la dueña del guardamuebles arrojaba una luz pútrida. Un pequeño televisor emitía los gritos ilusionados de una concursante en un programucho concurso.
    —Será idiota... —murmuró la mujer, como hablando consigo misma.
    Beatrice miró a Lynch, pero al no encontrar sus ojos volvió a fijarse en la mujer. Debía de tener menos de cincuenta años, pero aparentaba muchos mas. Sus ojos parecían deformados por las profundas arrugas que se arrastraban por sus párpados, como buitres revelando los restos de una juventud cada vez mas lejana. Su pelo tenía un tono casi morado, obra de un tinte barato que no servía como máscara de su decadencia.
    Lynch arroyó su mano en el mostrador y carraspeo, ayudado por sus treinta años de fumador.
     —¿Hola?
    La mujer gruñó.
    —¿Que quieren? —preguntó con desgana y sin aparatar los ojos del televisor. Un presentador trajeado abrazaba a una alegre concursante.
    —Queremos saber a quien pertenece esto.
    Dejó la llave, con un 72 grabado en el reverso.
    La mujer se giró un momento sin mucho interés.
    —La confidencialidad y esas cosas me prohíben decírselo —barrió el aire con la mano en un gesto de indiferencia y volvió a mirar al televisor.
    Menuda tipa está hecha, pensó. Lynch sintió algo golpeando su cadera. Entonces vio como Beatrice había cogido con gran habilidad su cartera. La joven la abrió mientras se inclinaba en el mostrador. La placa que contenía chocó contra la pantalla. La mujer se quedó mirándola unos instantes hasta su se giró hacia la joven.
    —Dejenme ver —dijo sacando un gran tomo de debajo del escritorio—.Cajón setenta y dos... —musitó mientras pasaba páginas. Señaló con el dedo un punto en la hoja—. Aquí está. El arrendatario es un tal Armello Fabricci. Pagó cinco meses de alquiler en metálico.
    Lynch intercambió una mirada fugaz con Beatrice, ambos con la misma idea orbitando en la cabeza. Lo que hubiera en el guardamuebles, fuera lo que fuese, sería la conexión entre ambas víctimas, y quizá también con el propio asesino.
    En ese momento, Lynch se preguntó que diablos hacía ahí. El caso de Fabricci estaba prácticamente cerrado. Novak Natoo era el principal sospechoso, por no decir que tenía un pie en prisión. La tablilla que había encontrado junto al cuerpo, y su sangre en el teatro Linbury lo confirmaba por completo.
     Sí, estaban ahí por una simple razón: conocían el como, pero otra cosa era el por qué.
    —¿Nos acompañaría hasta el guardamuebles? —preguntó Beatrice, algo impaciente. Lynch  sabía que la joven podía parecer fría y opaca, pero nunca podría apartar sus emociones por completo, como su hermano.
    La mujer se giró hacia la pantalla justo en el momento en el que había un corte publicitario. Suspirando, se levantó pesadamente salió de la garita con su grueso cuerpo bambolenaodse hacia los lados.
    —Vale, pero dense prisa.
    Condujo a ambos agentes por los pasillos. El interior era incluso mas deprimente que el exterior. Las pocas luces apenas arrojaban una luz pútrida que apenas cubría las mugrientas puertas rojas que cubrían ambas paredes. Detrás de las persianas de metal se escondían muchos secretos, pero hoy solo buscaban uno. El pasillo se bifurcaba a los lados cada pocos metros. El entramado parecía mucho mas grande de lo que parecí desde fuera.
    Al fin llegaron. Un rotulo azul indicaba el número mágico de aquella puerta cerrada y que podía contener cualquier cosa: 72. La mujer giró la llave hasta que el candado chasqueó; luego desapareció gruñendo, pero sin decir nada.
     —Vamos allá —dijo Lynch, agarrando una hendidura de la persiana.
     Empezó a tirar hacia arriba. La persiana chirrío como un insecto agonizante y sus gritos se perdieron en el laberinto de pasillos.
     El aire que salió de dentro estaba impregnado de motas exóticas. Olía a madera seca; era algo como ébano y algo mas empalagoso. Lynch creyó percibir un aroma que transportaba el tiempo y embriagaba a cualquiera: el olor de lo viejo.
   Entraron mientras Lynch comprobaba el interruptor que había a un lado; la luz no iba. Sacó su móvil para arrojar algo de luz y barrió el contenedor con un resplandor azulado. A pesar de que era de los más grandes, solo habían tres objetos.
    El mas grande era una especie de maletín con varios compartimentos y cerraduras por doquier. Parecía de piel, pero con la apariencia de un terciopelo áspero. Lynch supo que clase de piel era: de llama, ni mas ni menos. Lo sabía porque le habían regalado un abrigo de ese mismo material quince años atrás; el cual había acabado en un armario en su casa de Cadwith.
    El otro era un saco agujereado, y del que salía la misma planta que habían encontrado en los bolsillos de Goowin. Tenía el mismo emblema de un pájaro alzanado el vuelo.
     El mas alejado, junto a la pared del fondo, le puso los pelos de punta. Era una estatua de madera oscura de apenas medio metro de altura. Las interminables piernas de la figura tropezaban inmóviles por el suelo como las patas de una araña. Su cuerpo era fino y largo, a excepción de su protuberante fuente. Sus manos se posaban aquitano, pero parecían garras dispuestas a desgarrarlo.
    Su cabeza, alzada sobre el estrecho cuello, tení una forma inhumana, mas parecida a una especie de demonio oriental con la boca gigantesca. Los desorbitados ojos miraban en todas direcciones, pero sus afilados colmillo apuntaban directamente hacia los intrusos.
    Lynch lo miró, convencido de que aquello era el porque.

Huesos para Adhira Donde viven las historias. Descúbrelo ahora