XIV

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Plock se vio obligado a aparcar pocas calles antes de Southall, ya que la concurrencia ese día hacía imposible que por ahí pasaran vehículos. Beatrice ya se lo había advertido, pero él se había arriesgado hasta equivocarse. Por lo visto, los sábados, el Southall se hinunda de gente por culpa del mercadillo que acuñaba casi toda la vida.

El sol estaba en todo lo alto y las temperaturas habían subido un poco mas. Beatrice vestía de negro, con sombrero y gafas a juego. Su piel blanca resaltaba incluso más en constrasre con la vestimenta negra. Plock se dio cuenta de que cuando la luz del sol empezó a darles, Beatrice escondió sus finas manos en los bolsillos. Parecía un fantasma recién traído de su propio funeral.

Al cruzar Plaine Station, Plock sintio que se había transportado hacia un lugar que no conocía, pero que le resultaba realmente conocido. El Londres que creía conocer pasaba a un segundo plano para dejar paso a un entorno mucho mas oriental. Colores y aromas que no conocía empezaron a mostrársele mientras avanzaba por la concurrida calle.

El apodo de Litlel India estaba bien reconocido. Solo falta una vaca paseándose, pensó Plock mirando un puesto de comida que no reconocía. Las calles estaban abarrotadas de gentes que iban de un puesto a otro en busca de los productos que no podían encontrarse en Reino Unido tan fácilmente.

La sensación era agobiante. Plock tragó saliva y se fijó en los edificios, para saber por donde había venido y no perderse. Incluso se sentía lánguido, con una sensación de calor que se arrastraba bajo su piel.

Entre el bullicio de voces, unas palabras se hicieron paso hasta los oídos de Plock.

-¿Qué? -preguntó, algo confuso, no sabía si le hablaban a él.

-Prueba esto -repitió Beatrice señalando algo con el mentó.

Cuando se giró, Ansel se encontró con un puesto largo con decenas de sacos de tela sobre el interminable mostrador. Los aromas de las especias de los sacos se unían para formar un cóctel que atentaba con intensidad al olfato inexperto.

Beatrice metió los dedos en uno de los sacos. Cogió unas hojas con sus finos dedos y se las llevó a la nariz. Tras alerlas se la metió en la boca. Plock titubeó un instante, pero decidió que no quería quedar con alguien de pocos horizontes.

Tras sentir el aroma dulzón, se llevó las hojas secas al paladar. En un primer momento, un sabor como a orégano se extendió por su lengua, pero enseguida lo abordó un sabor dulce muy agradable. Tras chaquer las hojas al masticarlas, tragó y sintió como una sensación cálida como la del wisky resbalaban por su garganta. El resgusto dulce siguió en su boca.

-Tukdah -Plock levantó la cabeza con el rostro ajado de un mujer tras el mostrador. Señalaba el saco del que acababan de probar con un sonrisa, como si viera inminente la venta. Desde luego, Ansel tenía ganas de comprar un poco del té.

Pero Beatrice se adelantó. Compró una bolsa que se guardó en el pequeño boslo, y pagó con un billete rosado. Plock miró extrañado el billete, el rostro de un anciano con gafas le devolvía la mirada.

-Son rupias -dijo Beatrice-. Southall es el único lugar que las acepta en toda Europa.

Plock asintió. Desconocía el barrio, y ahora le estaba gustando. Siguieron andando, con Plock siguiendo a Beatrice entre la multitud. Algunas personas se giraban hacia la joven, asombrados por su tono de piel. El mismo Plock también se sentía observado, parecía el único occidental en pleno Londres. Un grupo de niños paso corriendo por su lado cargados con bolsas de plástico; dentro de ellas, las redondeadas figuras de naranjas daban botes con el correr de los niños. La notas rítmicas de un rudimentario instrumento de percusión se hacían paso entre el murmullo general, aunque Plock no distinguía de que sonido se trataba. El absurdo pitido de un sitar lo acompañaba.

El balido de una cabra lejana, los saris de colores vistosos, aromas desconocidos, cuchicheos, el vaivén continuo de gente, la extraña sensación de estar siendo observado por mil ojos y a la vez ser una abeja mas de la colmena humana. Plock no sabía donde mirar, cada vez había algo nuevo que ver. Y cada vez que volvía a mirar donde antes, parecía que todo había cambiado. Todo se unía para estallar en mente del visitante.

Al atravesar otro grupo mas denso de la marabunta, Plock respiró aliviado al ver que podía verse los pies otra vez. Beatrice se había adelantado unos metros y Ansel se obligó a apretar el paso para alcanzarla, aunque se sentía cansado y sofocado por las altas temperaturas. El calor, pensó, parece que también se lo hayan traído de la mismísima India.

Un grupo de cuatro hombre que cargaban una especie de gran cesta de mimbre, pasó por delante del agente, que tuvo que parar en seco para no toparse con ellos. En cuanto se aportaron, siguió avanzando. Pero Beatrice había desparecido.

¿Donde se había metido? En cualquier lado, lo extraño sería que siguiera ahí.

Miró en derredor con pocas esperanzas de encontrarla mientras maldecía en voz baja su suerte, y también a los hombres de la cesta. Aunque desde que había empezado la investigación (o desde que tenía que acompañar a Beatrice en ese momento), hasta eso momento no se había dado cuenta del peligro que podía correr la chica. Y encima, era hermano de Edric Dumm. Si le pasaba algo, Plock pya podía despedirse de su carrera. Quizá Southall sea un barrio seguro, pensó recordando una lista con las peores zonas de Londres en lo que se refiere a crímenes.

Pero antes de que pudiera imaginar algún terrible escenario, los ojos de Plock se clavaron en unas llamas que surcaban en el aire. A pocos metros, un corrillo de personas de unos cinco metros de ancho se había formado entre la marea de gente. Junto en el centro, un joven con el torso al aire enseñaba al público dos grandes antorchas con una llama en los extremos como si fuera un lenguas ardientes. En un movimiento de brazos, las hizo girar formando un dibujo en el aire con las llamas. También barrió el suelo, extendiendo las llamas acercándose cada vez mas a los espectadores, pero nadie se inmutó.

Mientras veía el fuego, un gélido arañazo recorrido las vértebras de Plock hasta llegar a su cabeza, donde revivió oscuros recuerdos. Sintió que los antebrazos y el precho volvían a arderle. También el párpado derecho, donde había recibido una vez una quemadura con un cigarro, y donde aún quedaba una pequeña cicatriz. Instintivamente, empezó a dar unos pasos hacia atrás sind dejar de mirar al malabarista, mientras apretaba los puños con fuerza hasta casi hacerse sangre.

-Es por aquí.

Se sorprendió al ver que esas palabras le sacaban de su frenesí de recuerdos; o mas bien le alivio. Al girarse se encontró con el rostro blanquecino y resplandeciente de Beatrice.

-Nos están esperando, y llegamos tarde. Vamos -apuró Beatrice.

-Sí, sí. Vámonos -dijo Plock sin poder reprimir un ligero tartamudeo.

Se sintió aliviado al alejarse, e intentó llenar su mente con lo que veía ahora. De nuevo el armónico caos del mercado.

Al llegar al final de una plaza pequeña, se encontraron con el contacto. El hombre de expresión cadavérica, les sonrió cuanto los vio acercarse. Llevaba una holgada camiseta verde y pantalones de tela desgastada hasta las rodillas. Dos grandes anillos de oro decoraban sus menudas manos.

Beatrice se presentó por los dos.

-Soy Beatrice y este es mi compañero, Ansel. Me manda Debdan para hablar con la señora Chandra.

-Sí, Debdan -dijo el hombre con voz lenta y tambaleante. No parecía conocer muy bien el idioma-. Pasar.

Le siguieron hasta un callejón estrecho que bajaba por una pequeña cuesta. Los sonidos del mercado se fueron amortiguando hasta quedar en un rumor apenas imperceptible. Apenas había avanzado unos metros, pero parecían haber pasado del centro de una gran ciudad a un expositor de ataúdes. Ni una conversación al oído, ni un alma a la vista.

-Es aquí -dijo el hombre.

Su dedo flacuco señalaba una pequeña casa que estaba encajada entre otras dos. Solo había una puerta habierta y una cortinilla de bolitas de madera. La casa parecía exhalar un suspiro de aire frío por la puerta.

Beatrice fue la primera en entrar. Plock la siguió, sin saber siquiera donde se metía

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now