XXXIX

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Grêgrorie Chevré se sentía como un animal acorralado, asustado, encerrado en su guarida. No tenía ninguna intención de salir. Sería una locura. Había echado todos los candados y echado las persianas; unas rayas de luz atravesaban el plástico para recordarle que el peligro seguía allí fuera. El aire dentro pesado. Necesitaba abrir algo, pero no se atrevía. Un frasco naranja descansaba sobre la mesilla del salón. Morfina. Las pastillas ocupaban la mitad del frasco.

Hacia las tres del jueves, Grêgorie cerró la puerta del cuarto de Armello. Se sentía mareado, y estaba empezando a sudar. Era la única habitación que no se había atrevido a abrir en esos días en los que había pasado encerrado. No soportaba la visión de la habitación desde el salón. Se tumbó al pie del sofá mirando la puerta de la entrada, con el miedo a que el autor de todo aquello entrara por ella.

Esa misma mañana habían llamado del restaurante en el que trabajaba como camarero. Debía asistir al trabajo o estaba en la calle, habían dicho. Pues mejor así que muerto, había respondido. Así había cortado uno de los pocos hilos que lo sujetaban a la vida cotidiana. Sentía temblores. Tenía que salir. Tenía que cotarlo.

Pensó en los dos polis que habían ido a verle unos días antes. Seguía sin saber como había mantenido la compostura en esos momentos. Sí, sí que lo sabía: la morfina. Desde el momento en el que le dijeron que habían encontrado el cuerpo sin vida de Armello en un río, Grégorie supo que Natoo estaba detrás de todo. Él y aquella bruja.

Tenían recursos sin duda. Sabía que lo vigilaban de cerca por su se le ocurría abrir la boca y delatarlos. No se atrevía a dar un paso en la calle, Natoo estaría al acecho. Con el cuero retorciéndose por los temblores, Grégorie se arrastró hasta una de las ventanas. Entre las persianas vio la calle con claridad. Una furgoneta gris estaba aparcada justo en frente de su edificio todos esos días. Cada ciertas horas, un hombre vestido de negro salía de ella e iba a una tienda cercana a comprar provisiones. Hasta ese tío tiene que comer, pensó, lamentándose de que le quedara tan poca comida. Ella lo había contratado para vigilarle, estaba claro.

Grégorie sintió como se estómago se revolvía, amenazando con echar lo poco que había comido esos días. Era la señal de que su cuerpo quería otra dosis de morfina. Suspiró irritado mirando el frasco. No sabía cuanto le duraría. Desde hacía meses, recurría a treinta miligramos de morfina diarios. Pero la situación había echo que la dosis se doblara como por arte de adicción. Lo peor de todo era que el suboxone se había acabado, por lo que Grégorie podía ser un auténtico adicto. El suboxone era una especie de desintoxicación mientras se intoxicaba. Un círculo vicioso. Pero eso ya daba igual. Necesitaba una raya sin mas.

Cogió una pastilla y la miró como si fuera a hablarle. Era sorprendente lo que podía contener una pastilla. La introdujo en un mortero y la molió hasta dejar una masa de polvo blanco que dejó sobre la mesa de cristal. Con un bolígrafo y hizo unos cuantos movimientos rápidos hasta dejar dos rayas de morfina perfectamente alineadas. Con el tubo del mismo boli, aspiró la primera raya.

Sintió que sus pulmones se contraían y se expandían con una sensación de frío placer. Colocó el tubo junto a la siguiente raya cuando el teléfono volvió a sonar. Grégorie saltó de susto y observó como el móvil vibraba en la mesa. Número privado. Solo podía significar una cosa.

No iba a cogerlo. Podía ser su sentencia de muerte, pero.... ¿y si era algo bueno? Alargó el brazo tembloroso y se llevó el teléfono al oído.

-¿Sí?

La voz se tomó unos segundos eternos. Era calmada y seguro de sí misma.

-Pensaba que nunca lo ibas a coger, Grégorie -dijo la mujer-. Está bien, creo que no estas al cien estos días.

-Armello...

-Sí, Grégorie, Armello está muerto. Lo matamos. Y sabes que no debes decir nada, estas en esto tanto como nosotros.

Grégorie sintió que algo se contraía en su garganta como si quisiera ahogarse ara no oír esa voz. Tenía la mirada fija en la raya de morfina. Habló con una voz extrañamente calmada.

-Podría delataros, mandarlo todo a la mierda. Os lo merecéis.

-¿De verdad estás pensando eso? Estamos haciendo algo grande. Y si se te ocurre delatarnos, serás el primero en caer; nosotros desapareceremos y volveremos como un fénix. Por favor, no pienses como Armello: pensó que habíamos llegado demasiado lejos y quiso vendernos, por eso tuvimos que encargarnos de él.

-Lo .

La mujer suspiró.

-Sí, lo hicimos por un bien mayor.

-Lo que quieres hacer es una locura.

-Grégorie, te recomiendo que pienses lo que haces. El caso de Armello podría repetirse muy pronto -la voz no se había alterado un ápice. Grégorie no respondió, no sabía que decir. La mujer continuó-. Esto va a acabar pronto. Pero necesito que hagas algo y que lo hagas con mucha sangre fría. Yo misma te daré indicaciones.

-¿Qué quieres?

Fuera lo que fueses, Grégorie sabía que no sería capaz. Apenas conseguía mantenerse en pie, era inútil, y ella lo sabía. Lo estaban vigilando desde aquella furgoneta. SU estómago volvió a contraerse. Era una trampa, querían acabar con él.

La voz explicó.

-Necesito que vayas a la comisaria donde....

-¡Que te jodan, bruja loca!

Lanzó el móvil contra la puerta y vio como se hacía pedazos en un momento. Se retorció arrastrándose de espaldas hasta la pared. Recogió sus rodillas y comenzó a hiperventilar, ¿Qué diablos había hecho?

Sus dedos temblaban. Miró el polvo blanco de la mesa y la pateó desde su sitio. El cristal se hizo añicos. La morfina, el pilar de su vida en aquellos días, ya daba igual.

Sabía que estaba muerto.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now