XXXVIII (primera parte)

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    Empezó el trayecto sin saber muy bien donde acabaría. Arrancó el coche y se alejó de museo. Se sentía superado por los hechos después de que Natoo tratara de matar a Beatrice y, poco después, alguien acechara a la mujer de la que temía enamorarse; todo mientras él se ahogaba a base de ginebra en un reservado. Había demasiadas cosas que sopesar como para se abatido con mas preguntas en la comisaria, así que desechó la idea. Sin pensarlo siquiera acabó en el único lugar quien consideraba su propia jaula: su propia casa.

Limpiar le calmaría; no sabía porque pensaba eso, pero sabía que sería así. Se apeó del coche y subió los escalones con un suspiro de cansancio. Se sentía agotado. Nada mas entrar se encontró con una costra de sangre seca sobre el linóleo, en la que habían encallados trozos de la baranda destrozada. Los dispersos orificios de balas en las paredes actuaban como testigos mudos de esa noche.

Dejó la chaqueta sobre un diván en la salita y fue a la vieja despensa. Apenas era un cuarto con estanterías de madera quebradiza por el tiempo. Era de las partes de la casa que menos usaban, un espacio oscuro y con el aire viciado. Nunca la habían utilizado ya que la despensa de la cocina ya les bastaba. Lo único suyo era una caja con latas en un rincón. El suelo era de una piedra moldeada por los pasos de los antiguos propietarios. Allí había otro reguero de sangre que conducía hacía de camino hasta la puerta destrozada.

Para arreglarlo, Beatrice y Elsie habían colocado una plancha de metal que antes reposaba en el suelo. Un rayo de luz blanca se filtraba por un lateral. Edric levantó la plancha para hacerse un hueco y salir. El aire fresco del callejón le resultó agradable.

El rastro de sangre se perdía en las baldosas a unos pocos metros y era imposible seguir su rastro. Debía de haber cortado la hemorragia o haber tapado la herida muy bien en ese momento. Beatrice creía haberle dado en la despensa, pero no estaba del todo segura. Un par de gatos se habían acercado al él con curioso interés.

Una vez dentro, Edric sacó de un pequeño cuarto bajo la escalera lo necesario para arreglar un poco aquel caos. Pensó en poner música, pero necesitaba el silencio. Barrió con cuidado las astillas de la escalera y las dejó caer con las demás del suelo. Uno de los barrotes estaba teñido de rojo, y cuando Edric barrió las esquilas de su alrededor, estas dejaron a su paso una estela de sangre.

La luz que arrojaba la ventana se proyectó sobre su rostro cuando recogía a montones los trocitos de madera. Finalmente los metió en una bolsa y dudó que hacer con ellos. En una de las salitas había una chimenea que solían encender cuando llegara el frío, pero pensó en que ninguno de los dos querría tener un recuerdo físico de aquella noche. Las tiró a la basura y volvió a dentro preguntándose que hacía en esa casa. Limpiar, se dijo, pero se sentía sucio y pesado.

Quizá le viniera bien mudarse. O un viaje. Europa en tres, de estación en estación sin ninguna prisa. Con la cantidad de vacaciones y días libres que no había cogido podía pasar fuera casi dos meses de la comisaria sin mayores problemas. Quizá olvidarse del trabajo fuera la clave para olvidar su desasosiego. No, no era el trabajo, necesitaba alejarse. Pero, ¿de qué? Sí, era una buena idea lo del viaje. Solo o con aquella mujer que había dejado en el museo.

En el momento en el que Edric cogía la fregona, la puerta de casa se abrió. No pudo distinguir muy bien quien se escondía tras esa sombra negra a contra luz. La fina figura de Beatrice se abrió paso sin mirarle. Rodeó el haz de luz. Bajo la pamela negra, el rostro de la joven estaba algo rojo por el sol. La imagen de aquella piel que parecía dañada por el azote del sol, hizo que Edric evocara una imagen parecida de un pasado que parecía ya muy lejano. A las mañanas veraniegas que pasaba recorriendo los jardines de la Villa Cimbrone, en la costa de Amalfi, en el centro de Italia. Por aquel entonces, el joven Edric contaba once años.

Huesos para Adhira Where stories live. Discover now