Día 145

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Diario de Marco

La biblioteca estaba en una isla. Mi padre era el bibliotecario: joven como en una foto de 1940, cuando empezó sus primeros viajes en barco. Pregunté si tenía el libro de Moby Dick que siempre lleva en sus viajes. Atravesamos varios pasillos y me entregó el libro, gastado por el tiempo y la humedad. Revisé sus páginas para confirmar que tenía sus anotaciones. Era tal cual lo recordaba.

Me dejó a solas con el libro, en el salón central donde había una urna de vidrio, que después me explicó era el libro de mi vida actual. Revisé el libro de Moby Dick con detenimiento, porque quería guardar un buen recuerdo de las anotaciones. Era tal la nitidez de cada página, tal el nivel de realidad del sueño, que aproveché para guardar en mi mente todo lo que podía de esos comentarios escritos con la letra de papá.

—¿Quieres jugar una partida de ajedrez? —dijo el bibliotecario. Ya dije que era papá, pero necesito repetirlo. El bibliotecario era papá. 

—Solo si me dejas jugar con las blancas —respondí, igual que cuando era niño.

Caminamos por un largo pasillo flanqueado por enormes estantes que contenían las variantes infinitas de mi existencia. Entramos a una sala. Una mesa de madera con el tablero cincelado, pintado en blanco y negro. Dos sillas dispuestas una frente a la otra; en una de ellas encontré mi laptop, que tuve que poner en el suelo. Jugamos un par de partidas. Papá me ganó fácilmente en ambas.

—¿Por qué no usas un software para jugar conmigo? —dijo padre. Yo prendí la laptop, riéndome para mis adentros, pensando que la habilidad para el ajedrez de papá no venía de papá mismo sino de toda la inteligencia humana pasada y futura. Y esa maquinaria de pensamiento universal, me pedía que le jugara con un software.

Busqué en la laptop el programa de ajedrez con el que suelo jugar. Trasladé las jugadas de papá a la computadora, que analizaba las mejores respuestas. En una de las ventanas del programa aparecían innumerables secuencias, cada una mejor que la otra, para contrarrestar el estilo de juego de papá.

—¿Te imaginas una programa así para vivir los días de tu vida? —dijo papá—. No cometerías ningún error, no te lamentarías de nada. 

—Pero qué significaría "ganar" para el programa. ¿Ser millonario? ¿Tener la familia perfecta? ¿Un cuerpo sano que dure cien años? —repliqué después de meditarlo un poco.

—Exacto. El programa no sabría interpretar los múltiples significados de la felicidad para un ser humano. Tendrías que especificar una orden: "Ganar el juego equivale a...".

—Encontrar la sabiduría. Conocer el amor de tu vida. Salvar a la humanidad.

—Y el programa te dice cuál es la próxima jugada y la siguiente y así hasta alcanzar el objetivo.

Mientras esperaba que el software encontrara la mejor respuesta a la siguiente jugada, pensé por primera vez en el proyecto Sasha.

—¿Hay una secuencia para lograr que la figura multidimensional aparezca? —pregunté.

—Sí. Pero también hay secuencias para que no aparezca en esta línea de tiempo. Ambos bandos manejan su propio software.

—¿Cuáles son los bandos? Hasta ahora no lo tengo claro. 

—Lo más sencillo es dividirlos así: los que quieren que la figura aparezca, y los que no quieren eso.

Logré ganar la partida gracias a la ayuda de la máquina. Luego papá se puso de pie y me dio la mano, como en cualquier partida de campeonato. Se retiró con paso decidido.

Tuve curiosidad por saber qué pasaba si me ponía a meditar dentro del sueño de 24 horas. Cerré los ojos y alargué mis respiraciones. Una voz me dijo que buscara un libro con las hojas en blanco, que estaba en la biblioteca. Me dijo cómo llegar hacia él. Caminé por varios pasillos, subí por una escalera y encontré el tomo. Papá bibliotecario apareció de nuevo y me dijo: Ese no es un libro para leer con la mente.

Regresé a la sala del ajedrez, y en un cómodo sofá me puse a leer el libro en blanco. Me reí porque era imposible de leer, hasta que de las páginas en blanco vi salir una corriente de energía. Miles de símbolos incomprensibles fluyeron en el aire para entrar a mi cuerpo, por encima de mi ombligo. Era agradable la sensación, aunque aparte de eso, no sentí que me volviera más sabio o que adquiriera algún conocimiento nuevo.

—Algún día ese conocimiento se activará —dijo padre, que se alejó poco a poco, saliendo por una puerta.


La vida de HoracioWhere stories live. Discover now