Día 119

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María dice que no tiene ganas de comer. Horacio hijo y yo salimos a un restaurante cercano. Por suerte hay una mesa vacía. Le pregunto a Horacio hijo si desea ravioles; él asiente con la cabeza.

Estamos esperando los platos. Mirar a los ojos de mi hijo es un enigma constante, ya no dice ni siquiera sílabas extrañas, se la pasa quieto. Las conversaciones en ruso de las otras mesas fluyen con normalidad; suenan familiares, entretenidas, amigables. Trato de imaginar a otro niño X empe­zando una conversación con mi hijo, pero ellos, incluso teniendo el mismo ADN Sasha, son diferen­tes: hablan con normalidad y es difícil predecir cómo se comportan.

Hemos terminado de comer y trato de encontrar otro lenguaje en él, lo descubro en su rostro que cambia de forma imperceptiblemente con las horas. A su manera, él también es un reloj. De repente, María se convierte en un reloj, Marco y yo también, junto con todas las personas que comen en el restaurante. Máquinas dotadas de engranajes perfectos, pero sometidas a un margen de error impredecible. En todas partes del mundo dejamos de funcionar un día que no sabemos quién escogió. Horacio parece tener perfecta conciencia de esto y decide no hablar. Una vida que dura un año no te da tiempo para pensar en la felicidad de una con­versación trivial, supongo. Especialmente si hay una misión de por medio. ¿En qué se entrena mi hijo cuando no habla?, pienso.

—¿En qué te entrenas cuando no hablas? —le pregunto. Él solo me observa. Después de unos minutos puedo ver, al fin, ese color que oscila entre morado y lila del que María habla tanto. Se forma al lado de su frente y me confirma que, muy a su modo, mi hijo está empezando a decir sus verdade­ras primeras palabras.


La vida de HoracioWaar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu