Día 136

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Diario de Marco

William entra por la ventana sin hacer ruido. Por un momento pensé que se iba a abalanzar contra el picaflor morado en la jaula abierta, que descansaba sobre su nido, pero no hizo nada. Apurado se acerca a la puerta y la acaricia con sus patas repetidas veces. Finalmente la abrí y el animal avanzó largo trecho, mirándome de rato en rato. Lo seguí, otra vez, rumbo a la casa abandonada. El mismo camino entre los árboles, el sol brillando entre las ramas. Varios minutos después podía ver la casa a lo lejos y, como era de esperarse, ya no pude seguir al animal. La energía amenazante volvía a atacarme. El gato, sin embargo, sí podía atravesar esa barrera, y yo me limitaba a verlo avanzar. Intuí la energía de Carlitos dándole instrucciones, pidiéndome ayuda a través de él. Perdí de vista a William y fue entonces cuando sucedió la epifanía. Pensé que era un sueño lúcido, pero estos tienen características propias: la levedad del cuerpo que te incita a volar, la conciencia de lo onírico en el paisaje. Aquí no había ni levedad ni ganas de volar y el paisaje era el mismo de siempre. Pero los árboles emanaban una vibración especial, como si tuvieran pensamientos. Esto era agradable, pero poco a poco se volvió atemorizante. El canto de los pájaros adquiría nuevos significados. Pude interpretar a uno de ellos que se posaba en una rama cercana. No entendía cómo el mensaje se estaba traduciendo en mi cabeza, pero el canto me decía que tuviera cuidado. Y entonces vi al emperador, acercándose, apartando arbustos con sus manos. Escuchaba con nitidez el sonido que hacían sus sandalias mientras caminaba sobre las piedritas del lugar. Vestía un traje blanco con una capa roja que rozaba el suelo. Cargaba en la mano derecha una bolsa de tela; dentro de ella, un ser trataba de zafarse con desesperación. William maullaba tan fuerte que su voz se había puesto ronca y no parecía la voz de un gato. La bolsa se movía frenética de un lado a otro. Entre los árboles que estaban detrás del emperador, aparecieron una veintena de perros negros con dientes afilados, de una raza inexistente. Sus ojos eran blancos y se movían sigilosamente. Nimrod tiró la bolsa y los perros se abalanzaron contra ella, emitiendo ladridos hambrientos y agresivos que se combinaban con los maullidos inocentes de William. El emperador me observaba con la barbilla levantada, las manos unidas detrás de la espalda. El Nimrod de mis sueños lúcidos parecía una caricatura en frente del verdadero Nimrod que debajo de esa piel humana parecía hecho de piedra. Los perros destruyeron a dentelladas la bolsa y los maullidos desesperados de William se apagaron en instantes. Cuando terminaron con su presa, la cual engulleron con rapidez, los perros voltearon la mirada hacia mí.

Salí corriendo del lugar sin mirar atrás, esquivando piedras y troncos caídos. Los ladridos retumbaban en mi cabeza, produciéndome un mareo, hasta que me tropecé. La caída me hizo volver en sí. Los árboles y el canto de los pájaros volvieron a ser los mismos. No había perros persiguiéndome pero mi sudor y angustia eran reales. Había entrado en una dimensión y ya estaba fuera. No podía calificar el evento como un sueño, tampoco situarlo dentro de la realidad. Volví a casa a paso lento, intentado ordenar mis ideas.

Después de refrescarme con una limonada, saqué el dibujo del día 58. Lo analicé como tantas veces. En la primera fila la letra W aparece dos veces, pero en las siguientes la W aparece una sola vez. William y Willy estaban vivos en un momento. Ahora solo queda Willy. Carlitos ya no tiene forma de pedir ayuda.

La vida de HoracioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora