Día 25

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Como ayer me dio insomnio, hoy en la tarde dormí una siesta. Otra vez soñé con el anciano escribiendo en la arena. Esta vez lo hacía con el palo de una rama, que tenía a su vez otras ramas más delgadas, con hojas pequeñas. Dibujaba el mapa de Rusia. Luego, al lado izquierdo del mapa, fuera de este, trazaba unas aspas. Mientras las marcaba, se escuchaba el llanto de adultos y de niños. Las hojitas se arrugaban, se ponían negras, se desprendían de la rama. Entonces vino el mar y borró el dibujo. Me desperté con una gran sensación de tristeza. El pequeño Horacio escuchaba el discurso del nuevo presidente griego.

—¿Puedes apagar la televisión? —le dije. El volteó su rostro, me miró primero con sorpresa, luego movió sus cejas poniendo un rostro de pena. Parecía intuir mi estado de ánimo. Apagó la televisión y gateó hasta su colchón, sin prisa. Se quedó mirando el techo con los ojos abiertos. Yo estaba igual.

—Una vez tenía un hijo que se llamaba Arturo —dije sin dejar de mirar el techo—. Un día la tierra tembló y él se fue. Hubiera querido que alguien me dé una explicación. Que me diga por qué la tierra tembló y por qué justo tembló en el lugar donde estaba mi hijo. Pero ¿quién me podía dar esa explicación?

María, que estaba en la puerta escuchando todo esto, se echó en la cama y tomó mi mano.

Recordé la vez anterior que vi al anciano en la playa. Y la visión de los tres encapuchados entrando en el edificio. En las noticias del día siguiente descubrí que eran dos. Eso me hizo pensar que lo que vi no fue ninguna predicción. Pero soñar otra vez con el anciano me dejó intranquilo. ¿Quién iba a darles una explicación a aquellos que escuché llorar?

Los tres nos quedamos mirando el techo, en silencio.

La vida de HoracioWhere stories live. Discover now