Día 47

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Diario de Marco

Sigue fresco en mi memoria el recuerdo de la madrugada de hoy. Lo poco que alumbraban las linternas en medio de la oscuridad. Nuestro andar errático. El sonido de los pasos sobre las hojas secas. Los búhos ululando sin parar. Todo era terrorífico. Pero lo que más miedo me daba era la sensación de que podíamos enfrentarnos a una trampa.

María empezó a caminar más rápido. Parecía haber recordado el camino. Horacio Papá la seguía muy de cerca. En un momento me resbalé y pedí que se detengan. Pensé por un segundo que me iban a dejar solo, escuchando los búhos. Me pidieron apurarme y logré alcanzarlos. Estuvimos más de una hora en ese plan: corriendo, caminando despacio, corriendo otra vez. Llegó un punto en que en verdad me cansé. Ellos también. Nos apuntábamos con las linternas entre nosotros. No quería apuntar a otro lado por miedo a encontrar algo extraño saliendo de la oscuridad. "Es difícil llegar así" dijo María. "Podemos regresar mañana" les dije. Horacio permanecía callado. Se echó a correr de nuevo. María y yo lo seguimos. Pensé que se había ubicado porque no se detenía en ningún momento. Después de un largo trecho aminoró su velocidad. Caminó lento por casi veinte minutos, murmurando cosas inaudibles.

Cuando por fin se detuvo, se arrodilló en el suelo llorando como un niño. Nunca lo había visto quebrarse así. María se acercó a él, se arrodilló para consolarlo mejor. Los alumbraba con mi linterna porque me daba miedo perderlos de vista. "Arturo" dijo Horacio con la voz entrecortada. Yo no entendía bien lo que pasaba. María lo abrazó fuerte un buen rato, luego dijo: "Tenemos que seguir". Levantó a Horacio y seguimos avanzando a tientas. Cuando vimos la escultura de una ninfa griega cubierta de enredaderas, supimos que la casa no estaba muy lejos de allí. Horacio se apresuró, lo seguimos. Ya estábamos en la puerta del sótano. Estaba abierta. Dirigí la luz a los peldaños, a cada uno de ellos. "No voy a bajar primero" dijo Horacio Papá y lo seguimos. María tenía una mano en mi hombro. Yo tenía una mano en el hombro de Horacio. Descendimos los crepitantes escalones con cautela. Recorrimos lentamente el suelo con las luces. Pequeño Horacio estaba allí, sentado en su silla, con el gato blanco a su lado, observándonos. "Horacio" dijo María con una voz que quería convertirse en llanto. El niño se protegía de las luces levantando una mano. Entrecerró los ojos como si hubiera estado en la oscuridad por horas y la luz lo afectara. Horacio Papá se acercó sigilosamente hacia él. "¿Quieres volver a casa?" le preguntó. El niño giró las ruedas de la silla rumbo a los escalones. Lo levantamos entre los tres. El gato nos seguía. La linterna se me cayó y tuve que volver por ella. Fueron los segundos más aterradores porque pensé que alguien o algo iba a aparecer justo cuando bajara. Pero no pasó nada y salimos de la casa apurados. Tenía en mi cabeza esta sensación de "no puede ser tan fácil, algo va a pasar". Seguimos a Horacio Papá que parecía guiarse mucho mejor que nosotros. Los búhos no dejaban de ulular, presentía que su número era cada vez mayor. Estuvimos largo rato buscando el camino de regreso. Fue tan difícil como encontrar la casa abandonada. Me caí de nuevo, exclamando malas palabras. Sentí que alguien había puesto su pie para hacerme tropezar. Apunté atrás con la linterna y vi que se trataba solo de una piedra. Seguimos andando rápido, con el gato siempre detrás y al fin me tranquilicé cuando vi las luces prendidas de la casa, a lo lejos.

Una vez adentro, con pequeño Horacio que se entretenía con su reloj de arena nuevo, Horacio Papá nos contó que antes de llegar a la casa abandonada, pudo sentir con claridad la voz de su hijo Arturo. Que por eso se había quebrado. Contó que su hijo le soltaba frases como "Todo está bien, papá... Yo estoy bien... No te preocupes por mí... No te eches la culpa". Y que la voz era tan nítida que no pudo evitar emocionarse. Para mí, eso fue lo mejor que le ha podido pasar a Horacio Papá. Siempre pensé que nunca pudo desahogar todo lo que tenía dentro con respecto a Arturo. Este era un tema que solía conversar María. Horacio Papá necesitaba romperse en mil pedazos, por un instante aunque sea, porque cargaba todos los días con ese peso no resuelto. Sólo así podría empezar de nuevo.

Entonces até los cabos sueltos. Pequeño Horacio había preparado todo esto. Desde el momento en que nos hizo entrar a ese sótano por primera vez. Cuando pintó la casa en el lienzo. Hasta el momento en que se escapó sin avisar. Es por eso que estas personas que lo visitan le dicen maestro. Porque logra cosas que los otros no pueden.


La vida de HoracioWhere stories live. Discover now