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55. Éfar

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Respirar dolía.

El leve movimiento de mi pecho que causaba mi respiración calaba en mi interior. Algo parecía abrirse paso dentro de mí, despedazándome sin siquiera poder hacer algo para moverme, para quejarme, para impedir que me matara. Lágrimas silenciosas se escurrieron en mis mejillas a causa del dolor inmenso que me consumía en sigilo.

Veía con tanta nitidez lo que pasaba a mi alrededor. Sauto se inclinó en mi dirección, y con uno de sus dedos, limpió mis lágrimas mientras tenía clavada sus ojos vacíos y oscuros en los míos. En esta posición, alcancé a ver unas líneas negras, delgadas, ramificándose en todos lados y moviéndose en sus cuencos vacíos.

—Todo estará bien —murmuró con los dientes apretados, molesto.

Cuando se levantó, en sus uñas largas y negras, observé todavía el material que conformaba su piel de bestia normalizarse a través de las mismas líneas oscuras que se movían contra su piel. Se esfumaban, rápido; delineaban contornos inexistentes para darle forma a su portador. Se ocultaban, se movían con delicadeza bajo una orden imperceptible, como si poseyeran vida propia y supieran exactamente lo que hacían.

Parecían grabados que poseían vida propia. Incluso alcancé a escuchar desde mi posición el siseo que causaban al arrastrarse como una víbora sobre la piel de Sauto. Se ocultaron bajo las vestimentas de él, serpenteando, hasta desembocar en un lugar en particular: los ojos de Sauto.

Entonces, de la nada, una manta blanca se materializó. Sauto volvió a vendar sus ojos antes de dirigirse al monstruo que permanecía al acecho.

—¡Éfar! —escuché que exclamaba él, arrastrando las palabras.

—Amo, amo. —La voz del recién llegado fue de alegría nata. A comparación de las ideas que rondaron mi cabeza anteriormente y, a pesar de la apariencia monstruosa que tenía, sus palabras contrarrestaron en todo lo que pude haber imaginado. Sonaba feliz, lleno de entusiasmo—. Por fin lo encontré —agregó.

—Dime, Éfar, ¿qué has hecho?

Incluso yo me sentí cohibida por esas palabras, y él no se dirigía a mí. Sauto, en definitiva, estaba molesto. Arrastraba las palabras con lentitud, tenía la mandíbula apretada y miraba al monstruo con suspicacia.

—Seguí su esencia, mi buen señor. Temía perderle el rastro de nuevo...

—¿De nuevo? —inquirió él, sorprendido—. ¿Me estabas buscando?

—Por supuesto. Aunque... —El monstruo soltó una risa nerviosa—, perdí mi cuerpo humano al salir del castillo.

Sauto alzó ligeramente la cabeza con orgullo. Antes de agregar algo más, sonrió.

—Es la maldición de mi sangre, monstruito —dijo sin perder el toque malicioso—. ¿Qué esperabas?

—Lo sabía. Sabía que había hecho mal abandonar el castillo, pero tampoco sentí incorrecto no seguir mis instintos. ¿Qué debería haber hecho?

Sauto solo escuchó y miró a su acompañante, ahora no expresaba nada en su semblante. No había angustia ni tristeza, estaba tranquilo. Su acompañante soltó un suspiro profundo y me pareció que maldijo despacio. Cuando volvió a hablar, su tono era áspero.

—Yo no quería abandonarlo —murmuró con penuria—. Solo quería buscarlo, ayudarlo y encontrarlo. Traté de convencer al resto, les dije que usted había desaparecido; pero todos terminaron creyendo a ese hombre que se parece y actúa como usted.

—Mmm —masculló.

—Sabía que no era usted, lo sabía, lo sentí. Todos lo hicimos, nuestros instintos lo gritaban; pero la idea de que usted había dejado de existir era inconcebible, era aterradora, intolerable.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora