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30. Con los pueblerinos

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Naseen seguía mis pasos a una distancia prudencial. No conocía sus motivos para hacerlo, pero intuía que aquello era una orden de Jhören. Yo no le agradaba al muchacho, era fácil adivinar que ese acto era contra su voluntad.

Solté un suspiro.

Traté de ignorar su presencia, pero solo pensar que me seguía me incomodaba. Apresuré mis pasos con la intención de perderlo, a causa de ello, sentí la fuerza del viento que soplaba en la dirección contraria golpear mi rostro e hizo revolotear algunos de mis mechones sueltos. Me detuve de sopetón. Cubrí mi cabeza con la capucha, y la cola de la trenza que me había hecho Lorenzia esa misma mañana lo dejé reposar sobre mi hombro derecho.

Retomé mis pasos a mi destino, mientras caminaba, miré por encima de uno de mis hombros para verificar si Naseen aún seguía tras mis pasos. Fue solo instante, un leve vistazo, que creí que sería suficiente para lograr verlo, pero eso no sucedió. ¿A dónde había ido?

Llena de curiosidad, me detuve y giré sobre mis talones para mirar alrededor, mas no logré distinguir a nadie. ¿Había sido imaginación mía el haber visto a Naseen? Sacudí la cabeza. Mis ojos se dirigieron a la frondosidad del bosque, escrutando entre los árboles y a tratar de alcanzar a verlo entre la maraña de hojas y espinas. El ambiente de la tarde se tornaba naranja por los rayos solares filtrándose entre la rama de los árboles, pero nada de eso sirvió para verlo.

Tomé una respiración profunda, sacudí la cabeza de un lado a otro para alejar los pensamientos horrendos que comenzaban a asomarse entre la profundidad de mi mente, solo para recordarme de las espeluznantes criaturas que podían ocultarse y de las desgracias que habían ocurrido ahí. No podía dejar de pensar en Mika, mi valerosa doncella, cada vez que pasaba por un sendero tan estrecho en medio de un bosque tan poco transitado.

Seguí caminando, guiándome por las vías de terracería mal hechas y dejando atrás el bosque hasta comenzar a notar que la naturaleza a mi alrededor cambiaba. Un pequeño gato blanco salió entre un arbusto seguido de un zorro bastante peculiar, no sabía si la persecución era amistosa o si el zorro quería devorar al felino. Lo más probable era lo segundo, pero no fue eso lo que me dejó anonadada. De alguna forma, ambos animales me resultaban familiares de una manera extraña.

Las casas de los aldeanos se veían a una distancia considerable, me faltaba poco camino por recorrer para llegar hasta allí. Las hortalizas que crecían en los campos parecían comenzar a dar sus frutos. Escuché a campesinos intercambiar palabras alegres entre las plantas verdes, parecían disfrutar de su trabajo, bromeando o compartiendo anécdotas de sus vidas con armonía. Más allá de los cultivos verdes, podía ver algo interesante y bastante alegre para mi gusto. A lo lejos, como puntos coloridos se veían las personas en un mar de trigos secos a punto de ser cosechados.

A medida que avanzaba, me encontraba con hombres y mujeres, niños y ancianos. Cada uno parecía pertenecer a un mundo ajeno al mío. Me pregunté cómo sería tener un hogar real, con hijos, con una madre, hermanos, con un esposo o abuelos. Imaginé que debía ser alegre.

Al comenzar a entrar en la aldea, una especie de nostalgia se instaló en mi ser al ver a muchos niños que se correteaban. Por más que tratara de verme reflejado en ellos, no podía ver nada más que una bruma espesa opacar mi mente.

¿Cómo había sido mi infancia? ¿Había sido feliz? ¿Cómo era ser feliz? ¿Había tenido una familia? No importaba cómo intentara encontrar mi pasado, solo podía hallar un vacío que no lograba saciar con nada.

Sacudí la cabeza y alejé esos pensamientos para concentrarme en buscar la panadería de don Faustino que, según las indicaciones de Lorenzia, se situaba en el centro de la aldea. Y si recordaba bien sus palabras, solo debía buscar una casa blanca con un horno a la vista.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora