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39. Magüen, un gato peculiar

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"No consienta al gato por ningún motivo. Jamás.

Puede llamarlo como guste; y si resulta siendo una molestia para usted, solo dígale que regrese a casa. Él conoce el camino."

Entonces lo vi.

Acurrucado en una esquina de la repisa de la ventana, meneando la cola peluda, el gato me observaba con detenimiento. Luego se levantó y comenzó a andar, con la indiferencia que caracterizaba a los gatos, pero además, rebosaba de cierto orgullo difícil de ignorar, como si me hablara y dijera "Bien, humana, usted tendrá el privilegio de cuidarme..."

Saltó a la mesa, se lamió una de las patas y me miró a los ojos. Yo solo me quedé estática en mi sitio, mirándolo de vuelta. Tenía el pelaje blanco, sin ningún ápice de mancha, y sus ojos eran de colores diferentes cada uno. Su apariencia me recordó al gato que llevaba siempre Sauto en uno de los hombros o a ese que iba acompañado de un Zorro, pero más pequeño, más peludito y más lindo.

Dejé mi asombro a un lado, me apresuré a dejar la nota sobre la mesa y así tomar al felino entre mis manos. Sauto dijo que no lo consintiera, pero me fue inevitable querer acariciar ese pelaje blanco. El gato no se dejó, me arañó tan pronto me le acerqué.

Solté un quejido.

—¡Bien! —exclamé, refunfuñada, mientras repasaba el contorno de la pequeña herida en el dorso de mi mano derecha—. Te ignoraré, gato grosero.

Me giré sobre los talones dispuesta a salir de mi habitación, sin embargo, justo al dar la vuelta, sentí un peso sobre los hombros de forma repentina. El cosquilleo en mis mejillas y en mi cuello por poco me hacía saltar de la impresión. Solté un suspiro. No entendía a los gatos. No dejaba que le acariciara pero sí prefería andar sobre mi hombro y enrollar su cola en mi cuello.

—Como sea —le dije—. Te dejaré estar conmigo si no haces travesuras.

El gato soltó un gruñido mostrando sus dientes afilados. Lo sabía.

De alguna forma, podía entender parte de su actitud. Sauto lo había dejado para mí, lo que significaba que era parte de los habitantes del castillo. Si algo pude notar durante mi estadía en ese lugar, era ver cómo todos presumían y miraban a los extraños con presunción, con complejos de superioridad. Quizá no comprendía la actitud de los gatos, porque nunca tuve uno, pero si estaba dentro del dominio de Sauto, podía entenderlos un poco si no veía a las mascotas como animales, sino como... ¿personas? No, más bien, como habitantes del castillo. Sí, así era.

Ahora que lo recordaba bien, ese niño de cabello blanco se había molestado porque taché al zorro como su mascota.

Cuando abrí la puerta de mi habitación y di mi primer paso a la cocina, Lorenzia se encontraba tatareando una canción, mientras preparaba varios platos de comida. Parecía bastante alegre.

—Buenos días, pequeña —me saludó con alegría.

Tras responderle el saludo, me apresuré a preguntar.

—¿Por qué prepara tanta comida? ¿Tendremos visitas en el desayuno?

—Para nada. Don Florentino despertó hambriento esta mañana —respondió, sonriendo.

No pude evitar asombrarme. Le dije a ella que la ayudaría a llevar los platos a la cabaña después de que hiciera algunas necesidades matutinas. Poco después, me apresuré a ayudarla antes de iniciar con mis labores al lado de la señorita Rosseta.

Don Florentino se encontraba sentado, con la parte inferior de su cuerpo envuelta en sábanas, y leía una carta que dejó a un lado tras vernos en la entrada con las bandejas en nuestras manos. Nos sonrió. Se veía pálido todavía y bastante huesudo, pero con un buen cuidado y una buena alimentación en los próximos días seguro volvería a ser el mismo hombre de antes. Sabía que no mostraría mejoría tan rápido.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora