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45. Engaño y recuerdos

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Naseen colapsó.

Todo a nuestro alrededor se convirtió en un punto muerto, los gemidos de Naseen convirtieron mi habitación en un espacio bastante reducido, un lugar de martirio. Se escuchaba sus quejas y el sonido de los golpes que él mismo se propiciaba en la cabeza contra la pared.

Ninguno de nosotros previó el momento en que comenzó a retorcerse de dolor. Lo último que recordaba haber visto bien, fue la intensidad que sus ojos mieles adquirieron, cierta chispa naranja se encendió de par en par como fuego que podía consumir todo a su paso. Él se arrastró fuera de la cama para caer de espalda contra el suelo, luego se acurrucó en una esquina de la habitación, balbuceando palabras ininteligibles en un idioma que desconocía. Era grotesco, brusco, su acento y el sonido de sus palabras solo podían asemejarse a gruñidos animales.

Me levanté de la cama y caminé a su lado. No sabía por qué lo hacía, pero tenía muy en claro una cosa: Naseen no era la persona de quién debía cuidarme. Era consciente de las verdades que podían contender sus palabras, no dudaba de ello, porque Jhüen me advirtió. Era consiente de todo ello, y sin embargo, yo no podía hacer nada. No tenía a donde ir, no podía presionar a nadie para irme de este lugar.

El gato blanco permanecía quieto, observando, viendo fijamente a Naseen con sus ojos morados y dorados, sin esa chispa traviesa que días anteriores encendían su mirada. Era extraño. Incluso el felino se me hacía fuera de sí, como si estuviera ausente y disfrutara en silencio el dolor de Naseen.

Comencé a preocuparme, los rugidos de Naseen cada vez más se volvían más violentos. Él tomaba su cabeza entre ambas manos y la golpeaba con dureza contra la pared. Cada vez más fuerte, más rápido, más intenso.

—Ya basta —balbuceé asustada— Ya basta.

Él no pareció escucharme. Siguió golpeándose, agitando su cuerpo de un lado a otro, como si tratara de desprender algo de su cuerpo, como si evitara ser visto, como si ocultara su rostro de alguien, como si el origen de su agonía estuviera dentro de su cabeza y que la única manera de superar su sufrimiento era dañarse a sí mismo. Todo de él me indicaba una cosa, todo apuntaba a una sola dirección; pero también se dispersaban en varios puntos.

Lo que hice después fue instintivo, de querer proteger, de intentar ser de ayuda. Con miedo a que rechazara mi tacto, me desplomé a su lado y alcé mi mano hacia su cabeza. Su cabello estaba totalmente mojado por el sudor excesivo que todo su rostro traspiraba.

Naseen apartó mi mano de inmediato, como supuse que lo haría. No me rendí. Con brusquedad, acerqué su cabeza a mi cuerpo e intenté dejarlo ahí. Él siguió resistiéndose, intentaba apartarse, alejarme, en ningún momento cedí. Pocos instantes después, él comenzó a calmarse. Apretaba con dureza parte de mi vestido en sus manos, una forma para reprimir sus gritos. Tenía la boca ligeramente abierta, se le arrugaba la piel en el ángulo de sus ojos debido a la fuerza con la que mantenía bajo los párpados. Me quedé en silencio, sin preguntar, sin hacer nada, tan solo me limité a acariciar su cabello castaño.

Por alguna razón, verlo golpearse a sí mismo provocó en mí una profunda tristeza, un desconsuelo que me hizo actuar. Quise ayudarlo un poco, aunque se hubiese comportado de la peor manera conmigo.

El gato se acercó a pasos lentos, saltó sobre las piernas de Naseen y comenzó a lamer uno de los dedos de la mano derecha.

—Naseen... —mascullé despacio.

Él no me respondió. En su lugar escuché su respiración entrecortada, vi la forma en cómo su pecho subía y bajaba en un ritmo tan poco acompasada. Veía cómo él se acurrucaba a un lado para resistir, aunque hubiese quedado dormido. Acomodé mis piernas debajo de su cabeza para después recargarme sobre la pared, le seguí acariciando el cabello hasta sentir las puntas de mis dedos comenzar a adormecerse.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora