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8. Sauto Jhören

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—¿Podría ser usted?

No conseguí contener las inmensas ganas de verlo. Tenía varios días de haber llevado al castillo, platiqué con él en distintas ocasiones, pero siempre creí que se trataba de un mozo. Si me hubiese guiado por el gran respeto que muchos parecían tenerle, me habría percatado mucho antes.

Esas sonrisas, sus palabras amables y su invitación para dar un paseo, un hombre no sería tan considerado solo por cortesía. Él escondía algo, estaba segura de ello.

Anonadado y con una expresión de confusión, él me preguntó:

—¿De qué habla, señorita?

—Es usted mi prometido, ¿cierto? —pregunté sin rodeos. Quería saber y aclarar mis dudas de una vez; y él era la única persona capaz de despejar mi ansiedad—. Usted mencionó que hizo un trato para conseguir una esposa. Estos días, usted ha sido el único que se ha portado muy amable conmigo. ¿Podría ser que sea su esposa?

Él me sonrió.

Al estar sentado en el césped con algunos libros sobre sus piernas, presentó dificultades para ponerse de pie. Cerrando el libro que tenía en la mano derecha, él se volvió hacia a mí completamente. Acarició uno de mis pómulos con el dorso de uno de sus dedos. Me dejé llevar por la suavidad de su tacto, tomando su mano con las mías para extender el contacto.

—Que más me gustaría si hubiese sido yo su prometido, señorita —habló, apenado—, pero se equivoca.

Sentí que el aire se me escapaba. Una inmensa decepción me invadió al escuchar esas palabras. Abrí los ojos que cerré por inercia.

Solté su mano y retrocedí.

—Si usted necesita algo, puede pedirlo. Si sus doncellas no le sirven bien o si la comida no es de su agrado, siéntase en la libertad de decirlo —comentó con tranquilidad. Era ajeno a la conmoción que desató en mi interior.

—No quiero nada de eso —balbuceé. Estaba dolida—. De haber sabido que aquí sería más miserable que en casa, habría preferido escapar.

No perdí de vista nada de su rostro bello. Esos extraños ojos del color de la amatista se oscurecieron levemente, y vi el momento exacto en que su semblante se distorsionó; me sentí mal, pero no lo exterioricé.

—¿Es miserable con nosotros? —inquirió, su voz translucía aflicción.

—No me importa las joyas, no me importa tener doncellas; solo quiero a mi esposo a mi lado. Es por eso que me compraron.

—Nos habría gustado poder conocerla, que ustedes pudieran enamorarse...

—No me importa un matrimonio sin amor —le interrumpí—, solo quiero una familia a la cual pertenecer y aquí solo veo paredes y personas que ni siquiera me dirigen la palabra.

Sentí que estaba a punto de romperme delante de él. Probablemente actuaba como una niña deseosa de atención, quizá exageraba al exteriorizar mis deseos, pero cada situación a la que me vi obligada a soportar acudía a mi mente en este instante. El desinterés de mi entorno, la falta de comunicación, la indiferencia y el cómo era tratada por cada habitante del castillo. Era atendida aquí como ninguna otra mujer podría serlo y tampoco dudaba de que me darían cualquier cosa que solicitara: mis deseos se convertían en órdenes. Sin embargo, algo muy importante como ser parte de una familia poseía un valor incalculable, quería sentirme amada y deseada. Nadie parecía dispuesto a convivir conmigo de esa forma. Nadie me respetaba, se burlaban de mi ignorancia e ingenuidad. Eso me hacía sentir vacía y sin valor.

—Ya no más muebles —mascullé. Otra vez, reprimí todo atisbo de emociones que amenazaban con quebrar mi espíritu, recordando todas y cada una de las formas de castigo que mi padre preparaba para mí cada vez que me atrevía a expresar.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora