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5. Los señores del castillo

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Una vez más mi corazón estalló de la emoción.

Cuando los últimos arreglos de mi vestido y cabello finalizaron, me encontré con mi padre luciendo una estola negra, similar al del extraño que vi en la mañana. No le presté demasiada atención y me limité a ver el carruaje que esperaba por mí en las afueras de la casa. Sentí la mirada de mi padre examinarme de pies a cabeza, como siempre lo hacía para verificar que todo en mí estuviera en completo orden.

Con la ayuda de un par de hombres conocidos, logré llegar a la salida sin enredarme con el ajustado vestido que se arrastraba por el suelo. Me habría gustado poder hablar, aunque fuese una vez, con el cochero, el portero o con todos los sirvientes de la casa. Me bastaría saber sus nombres, pero las palabras de mi padre se repetían en mi cabeza cada vez que pensaba en ellos como seres humanos.

"Los sirvientes no valen nada, ellos no son más que parte de la casa, como parte del mobiliario: están para servir nada más y los muebles no tienen nombre"

Pero eso no era verdad.

Era cobarde al no atreverme a sonreír o agradecerles por su protección. Aunque era parte de su trabajo, el ser amable con los señores de la casa, siempre me sentía feliz que al menos uno me sonriera. Quería corresponder sus gestos, miradas y sonrisas de todos aquellos que me sirvieron.

Mi padre seguía viéndome desde la entrada principal y terminé sin hacer nada de todo lo que pensaba.

Subí con dificultad sobre la pequeña puerta del carruaje e ignoré la mirada enfurecida del hombre que me crio.

No lo seguí observando y deseé que todo quedara atrás para una nueva vida. El cochero tiró de las cuerdas y los dos caballos corrieron con apremio. Mi cuerpo se alzó hacia atrás por un breve instante. Quedé sumergida en la soledad del transporte, manteniéndome en posición erguida. Por la abertura que tenía el carruaje en el techo, logré ver a mi padre y algunos sirvientes quedarse atrás.

Dejé de mirar. A petición de mi prometido, no traía más que mi fuerza de voluntad y mi espíritu para ser desposada. Ni siquiera podía tener una ceremonia como era debido, una vez que pisara la casa del hombre sería de inmediato suya.

Me estremecí, no porque hubiera frío, sino por la idea aberrante o la poca cosa que me sentía. Merecía un trato mejor, como toda mujer o cualquier ser humano. No era un objeto a la que podían usar y desechar, yo era alguien con sentimientos aunque pudiera demostrar lo contrario.

Quise llorar, pero sabía más que nadie que algo en mí se había secado y me impedía poder exteriorizar mi verdadero sentir.

Alcé la vista hacia el cielo, admirando la noche estrellada. Admiré las estrellas un buen rato mientras consideraba mis opciones y las virtudes que tenía al abandonar la casa de mi padre.

Al fin podía crear mi propia familia, tenía la posibilidad de ser feliz y no ser regañada; sin embargo, las posibilidades de estar atada a un hombre igual a mi padre eran muy altas. Mi ánimo cayó al suelo. Todo a mi alrededor permanecía a oscuras. El candelabro que el guía mantenía encendida en la parte frontal del carruaje alumbraba un poco el camino empolvado.

Solo deseé que nuestro viaje fuese tranquilo. Lo último que necesitaba era servir de alimento para una bestia. ¿Y si aparecía uno?

Solté un suspiro cansino.

Sentí que el tiempo pasó despacio y, cuando la luz del pueblo comenzó a entreverse como pequeñas manchas borrosas, la carga pesada que impedía mi tranquilidad comenzaba a disiparse. Pronto me sentí más segura.

Pero el cochero se detuvo más pronto de lo que pensé.

—¿Por qué se detiene? —pregunté, desconfiada.

Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora