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29. Nombre real

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Durante los próximos días, las visitas de Sauto Jhören no fueron tan constantes, pero su ausencia tampoco se extendió a una a una semana. Los días que él no venía, resultaban tan tranquilos y menos ajetreado, porque nadie debía lidiar con las exigencias de las dos mujeres de la casa.

Si existía algo cansado de escuchar, ese sería la charlatanería de la señora Mirian. Ella no paraba de alardear con sus amigas sobre los privilegios que tendrían su familia una vez que el compromiso de Sauto Jhören y la señorita Rosseta se consumara. La riqueza siempre estaba en su boca, al igual que el distinguido caballero que su hija supuestamente embelesó con su encanto. Para ser sincera, no entendía a qué encanto se refería y a quién tachaba de un distinguido caballero.

No me importarían sus pláticas llenas de hipocresía si tan solo ellas me excluyeran. Más de una vez me involucraron en sus conversaciones, la señora Mirian volvía a cuestionarme delante de sus visitantes para dejarme en una situación complicada, pues me veía forzada a explicar cómo era trabajar para Sauto Jhören, cómo era el castillo en donde vivía y decir con lujo de detalles las nimiedades que observé durante mi estadía; incluso me preguntaron sobre la cantidad de sirvientes que trabajaban para él. .

No pude contenerme, terminé adornando mis palabras con mentirillas que ellas querían escuchar. No sabía por qué lo había hecho, mas no me arrepentía en absoluto. Me sentí bien al hacerlo. Eso no era todo. Con una expresión bastante aterradora, la señora, con sus amigas de testigo, me obligó a decir el nombre real de Jhören, lo que no me importó en absoluto justo en ese instante, si no fuera por lo que sucedió después.

Si mal no recordaba, sucedió en la última visita de Jhören. Que tratando de ser muy, pero muy, amables y confianzudas, la señora Mirian junto a su hija, ambas esforzándose en ser coquetas y en parecer más atractivas, llamaron a Sauto por su nombre real.

Tanto el hombre que lo acompañaba, Naseen, y el pequeño gato blanco, notamos cómo poco a poco comenzaba a cambiar el estado de ánimo de Jhören. Él se molestó y mucho, recordé que terminó soltando barbaridades, quizá verdades a medias. Habló en un idioma grotesco que no reconocí, como acto reflejo. Esas duras palabras hicieron enfadar a la señora. Entonces aprendí algo nuevo de Jhören, me percaté que él parecía tener una lengua bastante afilada de vez en cuando.

Por supuesto que yo pagué por ese error. Me riñeron, acusándome de ser una envidiosa que les había mentido y me tacharon de ser una mujer celosa que quería verlas a ellas dar una mala impresión. Pero no tenía culpa de que a Jhören no le gustara que le llamaran por su nombre real fuera del castillo, no tenía la más mínima idea. Creí que él no tendría problema con escuchar su nombre en los labios de otras personas, cuando me había pedido que lo hiciera.

Quería arrepentirme de ese error, pero me mentiría a mí misma al decir que lo lamentaba cuando había disfrutado de ese momento.

El pasar de los días a veces era rápido y de vez en cuando era lento y, sin importar la velocidad con la que transcurría, ningún evento estaba a mi favor. Notaba a Jhören cada vez más desesperado e incómodo, tal vez se debía al hecho de asistir a una casa ajena o por las constantes atenciones recibidas, que seguramente rayaban a la exageración. Quería reírme de ese pensamiento absurdo. ¿En qué pensaba Jhören al decirme que yo debía hacer algo por él sin explicarme bien?

Sin embargo, un día, en una visita inesperada de Jhören, lo que comenzaba a ser una costumbre, pues nunca mandaba a un mensajero para anticipar sus llegadas, Lorenzia le comentó a la señora Mirian una situación bastante importante. Don Florentino había salido de viaje en la madrugada para ocuparse de un asunto que la señora le encargó, algo que nadie sabía de qué trataba.

Y de esta manera, terminé siendo una última opción para ocuparme de un oficio que jamás me había atosigado antes.

En ninguna casa, hasta donde sabía, jamás podía faltar el pan. Según Lorenzia, las reservas de pan se habían agotado y no existía nadie, aparte de don Florentino, que fuera a la aldea a recoger el pedido con el paradero. Ante esa ausencia, me enviaron a mí en su lugar.

Recibí algunas indicaciones de Lorenzia sobre el lugar en donde hacer la compra y lo que debía decir para que me despacharan lo acostumbrado, pues parecía ser que el panadero conocía ya los pedidos de la señora y sus mandatos exigentes.

Llevé una pequeña canasta y mi única capa para resguardarme del frío y también para ocultar el desgaste de mi vestido. Tomando un suspiro profundo, pronto me aventuré en el bosque, siguiendo el único sendero que pasaba entre los árboles. Si seguía por ahí y no me desviaba, podría llegar al pueblo sin perderme. Al menos, eso había mencionado Lorenzia.

No había marcado tanta distancia desde mi partida de la casa, cuando descubrí que alguien me seguía de cerca.


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Princesa de un castillo de monstruosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora