4. El Deber Lo Es Todo

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Lexa le dio la espalda a Titus y se dirigió a su trono situado en el piso superior de la Torre de Polis dirigiéndose a él en trigedasleng.

—No lo haré.

Titus se volvió con expresión reverente pero un tanto obstinada.

—El Cónclave cree que es lo mejor para nuestro pueblo, Heda. Debes escucharla.

Lexa se sentó y al levantar lentamente la mirada enfrento los ojos de Titus con decisión.

—Lo hago, escucho. Pero no lo haré.

Titus dio dos pasos hacia ella, y en cuanto Lexa alzo la cabeza se detuvo frente a ella dándose cuenta de su insubordinación.

—Heda, por favor reconsidera tu decisión. Sabes tan bien como yo que una unión frenaría la guerra. Ha ocurrido otras veces en el pasado —le recordó Titus.

—Recuerdo cómo terminaron todas esas veces —le recordó también Lexa a su embajador.

Titus no tuvo más remedio que asumir sus palabras porque todas ellas eran ciertas.

—La traición es siempre un riesgo en cualquier alianza, Heda.

En eso ambos estaban de acuerdo.

—Uno que no estoy dispuesta a asumir —sentenció ella con determinación.

—Heda, te suplico que consideres esa posibilidad. No podemos obligarte a nada, nadie puede hacerlo, pero te pido que recuerda bien mis enseñanzas. El deber está por encima de la voluntad, siempre.

Lexa le dirigió una dura mirada llena de ofensa.

—¿Acaso piensas que las he olvidado?

—Me gustaría pensar que no, Lexa —se permitió él utilizar su nombre en actitud humilde bajando ligeramente la cabeza en señal de respeto—. Me gustaría pensar que tus lealtades aun pertenecen a donde deben, que no te has vuelto débil y descuidada. Que tus emociones no están nublando tu buen juicio, no me gustaría despertar un día y descubrir que perdí buenos años de mi tiempo en enseñar a alguien que malgasta mis enseñanzas. No me gustaría descubrir que me equivoqué contigo.

Esas palabras fueron como afiladas espadas atravesando la tersa piel de Lexa. Como cuchillas hirientes enterrándose sobre su pecho, tanto que la hicieron levantar del asiento logrando que Titus retrocediese.

—¿Cómo te atreves siquiera a sugerir que he descuidado mis obligaciones? ¿Qué he ignorado mi deber para con mi pueblo? ¡Jamás he hecho tal cosa!

—Lo lamento Heda, no quería disgustarte.

—¡He seguido todas y cada una de tus enseñanzas! ¡He tomado decisiones rigiéndome por el bienestar de mi pueblo! ¡He incluido a Azgeda en mi Coalición aún no teniendo porque hacerlo! ¡He cumplido con mi deber! —se señalo duramente a si misma furiosa como hacía tiempo que Titus no la veía así—¡Siempre cumplo con mi deber!

—Lo se, ha sido un error por mi parte —comenzó a disculparse el viejo maestro.

—No, no ha sido un error. Pretendías herirme con tus palabras, pretendías desafiarme y conseguir que hiciese lo que tú quisieses.

—El Cónclave, Heda. No yo —le recordó él con humildad.

—Una unión es algo que no detendría a Nia. Tarde o temprano quebrantaría la paz que trajese ese acuerdo, y la guerra se declararía de nuevo —razonó Lexa—. El Cónclave debe saber eso tanto como lo sé yo.

Titus guardo silencio sabiendo que ese tema había salido a colación en la reunión celebrada con los otros embajadores, y apartó la mirada con cierta desazón.

—El Cónclave ha decidido —lamentó él serenamente.

Lexa permaneció mirándole en silencio unos segundos, una gélida mirada cargada de contención.

—Soy la Comandante de la Sangre. Heda de los Doce Clanes, nadie osará desafiarme decida lo que decida, Titus. Nadie.

—Si que lo harán —concluyó él enfrentando sus ojos.

El rostro de Lexa cambió súbitamente del desafío a la mínima sorpresa.

—Lo harán, Heda. Si incumples la voluntad del Cónclave te expondrás a la rebelión de los Doce Clanes, Heda. Nia busca desesperadamente la forma de desafiarte.

—Pues que lo haga —retó ella con dureza en la voz y desafío en la mirada.

—No, nadie quiere llegar a eso. El Cónclave cree que la mejor forma de parar la confrontación entre la Nación del Hielo y tú es una alianza que perpetué la paz.

Lexa que se le quedó mirando, movió ligeramente la cabeza en su dirección.

—¿Y cómo sugieren que ocurra eso, Titus?

—Una unión entre el príncipe Roan de Azgeda y la Heda de los Doce Clanes sería un acuerdo aceptable. Un compromiso de paz que apaciguaría los deseos de Nia de desafiarte. El heredero de Azgeda sería un buen candidato para propiciar la tan ansiada paz para nuestros pueblos.

Lexa que sintió como la ira, la indignación y la desconfianza crecían dentro de ella trató de asimilar cada una de esas palabras. 

El Cónclave conocía el hecho de que antes de estar en guerra con la Gente del Cielo, la Nación del Hielo y el Pueblo Arbóreo estaban en guerra. Sabían que la muerte de Costia había sido uno de los detonantes principales, y que Nia no quería pactar ninguna paz. 

Nia quería la guerra, el poder de Lexa. 

Su mando.

Nia quería ser la Heda de los Doce Clanes y pisotear a la Gente del Cielo, y a todos aquellos que se le opusiesen y aún así sugerían una unión con su hijo, el cuál había sido desterrado de la Nación del Hielo buena parte de su vida.

¿Cómo podían estar haciéndole esto? ¿Cómo eran capaces siquiera de sugerir esa "razonable" promesa de paz?

Porque eso es exactamente lo que era, una promesa de paz. Nadie aseguraba que Azgeda fuese a cumplir su parte del trato si ella accedía. Nadie aseguraba que Lexa no fuese a sucumbir a sus deseos de venganza, y arrebatase la vida del heredero al trono de la Nación del Hielo. 

Fuese como fuese, aquel era un acuerdo peligroso.

—Sea cual sea la decisión que tomes, te recuerdo que estamos quedándonos sin tiempo. La guerra se aproxima y en tus manos está el poder detenerla. Sé que ignorarás tu voluntad y harás lo correcto.

Dicho esto Titus hizo una reverencia abandonando en silencio la sala. 

Ahora dependía de Lexa decidir qué era lo mejor para su pueblo y sobretodo conseguir lo más difícil.

Anteponer la razón al corazón.

Continuara...

Asumámoslo, Ahora Esto Es Lo Que Somos 1. (#TheWrites)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora