Faltaba poco para que el sol despejara la oscuridad del cielo. Abandoné la cama con torpeza, acomodando mi vestido delgado de seda mientras me dirigía hacia la ventana. La fina tela no me protegía del frío de la madrugada, recogí una bata blanca lo suficientemente gruesa para no dejarme congelar.
A veces mis desvelos se convertían en pesadillas, era increíble lo traicionero que podían volverse los pensamientos en momentos de desconsuelo. Cuando vivía en la casa de mi padre, casi no me preocupaba por nimiedades o con las cosas en las que debía pensar ahora, siempre tenía algo que hacer u obligaciones a atender. Aquí podía ser libre y esa libertada de cierta forma me aterraba. Esa libertad era a la vez un martirio.
Anoche tampoco pude dormir bien, culpaba al hombre que embelesaba mi mente con palabras bonitas, con sus risas y halagos. No debía dejarme llevar, lo sabía, pero alguien en mi situación podía fácilmente ceder como una mosca podía caer ante un tarro de miel; tan dulce, exquisita, pero muy pegajosa.
No necesitaba que me recordasen cuan miserable era la situación o lo fácil que parecía ser al dejarme engatusar de ese modo. No debía ni podía, pero quería hacerlo, mis deseos sucumbirían ante la obligación y el deber.
Enrollé un mechón de cabello alrededor de uno de mis dedos, pensando en cómo él había dicho que mi cabello le resultaba hermoso y nostálgico o que debía llevarlo suelto con flores sobre ella. Me había dicho que mis ojos eran preciosos, como dos gemas incrustadas en los cuencos de mi cabeza, pero que también le faltaban brillo.
—Algún día conseguiré que sonría para mí. —Me había dicho, sonriendo.
Cuando el sol comenzó a entreverse a través de los árboles y las montañas, disipando la niebla que envolvía los alrededores del castillo, mis doncellas entraron indiferentes a mi habitación. Con sus vestidos de una pieza, acortados en los tobillos y en el antebrazo, se mostraban con tanto orgullo que sentía que la moza era yo y no ellas. Todas prosiguieron a hacer sus rutinas diarias, ignorando mi presencia tanto como podían.
Una vez que me arreglaron, dos de ellas me acompañaron hacia la sala principal donde se hallaba también el comedor. Desayuné en silencio, no podía decir que saboreaba el gran banquete cuando apenas si comía algo ante las miradas furiosas que los presentes me dirigían. Unos chasqueaban la lengua, otros gruñían, algunos se levantaron de sus sillas para comer a otro lugar, y también quienes simplemente me ignoraban.
Comencé a buscar con la mirada, deseando encontrar a Sauto o al extraño entre los presentes, pero me decepcioné al descubrir que ninguno estaba.
El desayuno transcurrió tan incómodo y bastante molesto, una vez que lavé mis dientes, le pregunté a una de mis doncellas si podían acompañarme a dar un recorrido por el castillo; para mi sorpresa, tan solo me miraron mal y dijeron, al unísono, que tanto tenían ya al ocuparse de mis necesidades como para soportar acompañarme a todos los lugares.
Soltando un suspiro, decidí ir sola. Atravesé la entrada principal y llegué al jardín delantero, donde las piedras bajo mis pies comenzaron a hacer un leve ruido a cada paso. El zumbido del viento, el murmullo de los árboles al mecerse de un lado a otro y el canto de los pájaros me resultaron reconfortantes y bonito.
Me encaminé hacia el lugar donde solía ver al extraño leer un libro, con la esperanza de hallarlo. No sabía que decirle si lo viera, pero seguro él sabría cómo comenzar una plática amena.
Pero no estaba.
En su lugar, un niño de cabellos blancos y, por su mano descubierta, noté que su piel era morena, que jugaba con un pequeño zorrito.
—Naseen, jugueeemos —decía con voz cantarina, alargando las palabras más de lo debido—. Mons-trui-tooooo.
Avancé a su lado, el niño estaba de espalda, sentado con las piernas cruzadas una sobre otra. Seguía sin advertir mi llegada.
—Naseeeeen. —Volvió a decir.
Noté que tomaba al animal de las dos patas delanteras, obligándolo a caminar con las otras dos sobre el césped. Parecía obligarlo a bailar. Ver la escena me resultó divertido, en especial la voz tan mimosa que tenía el infante al referirse a la criatura.
—¿Es tu mascota, pequeño? —Le pregunté mientras rodeaba su diminuto cuerpo con la intención de quedar frente a él.
Él parpadeó, me miró fijamente. Al hacerlo, noté algo extraño en sus mejillas.
—Tienes una linda mascota —agregué cuando él no me respondió. Escrutaba mi rostro con detenimiento, como todos lo habían hecho en mi primera noche en el castillo.
—Naseen no es una mascota —respondió, enojado. Sus facciones delicadas se comprimieron ante mi comentario anterior—. Naseen es de la familia, tú eres la mascota aquí.
De pronto, el niño ya no me parecía tan tierno como hacía un rato. Las ganas de darle una patada a su lindo rostro crecieron en mi interior al llamarme de ese modo; nada de ello fue necesario cuando una inesperada visita nos interrumpió.
—A ver, chiquilín, ¿esa es la forma de tratar a una dama?
La voz de Jhören irrumpió el ambiente con una voz demandante. Observé al zorro adoptar una postura de ataque ante mi presencia, como si estuviera dispuesto a matarme si hacía algo contra el niño.
—Ella trató a Naseen como mascota —refunfuñó el niño—. Naseen no es ningún animal.
—Ve a llevarlo a pasear fuera de aquí antes de que le diga al cocinero que quiero comer carne de zorro.
Horrorizado, el niño se levantó y cargó al animal en sus dos brazos.
—Eres muy malo, Sau, Naseen está así por tu culpa.
—El monstruito se lo buscó
Fue lo único que dijo Sauto antes de soltar una carcajada mientras observaba al niño salir corriendo hacia el interior del castillo.
Él se volvió hacia mí cuando dejó de reír.
—Sauto —balbuceé. Me arrepentí al instante, se suponía que debía llamarlo de otro modo.
—Dígame Jhören —contestó, arrugando la nariz con fastidio—. Es lo que le han dicho, ¿correcto?
—Sí.
De pronto, al verlo tan de cerca, recordé lo que sucedió el día anterior. Esa leve lamida que me propició en la comisura de mis labios y la confianza al hablarme.
¿Por qué lo olvidé?
—¿Podemos hablar un momento?
Asentí. Ante mi movimiento, él se desplomó apoyando ambas manos sobre el césped y prosiguió a alzar el rostro hacia el cielo, como si pudiera mirar con los ojos cerrados.
—Es un día hermoso, ¿no cree?
—Ciertamente lo es.
—Podría quedarme a observar todos los días y no me cansaría.
Me senté sobre mis piernas en el suelo e intenté comprender sus sentimientos. Observé el movimiento lento que tenían las nubes. Casi soltaba un bostezo, por suerte logré contenerme.
—¿De qué quería hablar? —interrogué, con mi corazón latiendo frenético ante la ansiedad que sus palabras me infundieron.
—Sobre nuestro compromiso —comentó él, sin verme o fingir hacerlo.
Me acomodé a su lado y esperé que prosiguiera, preparándome para todo. Tal vez fijaría una fecha para la ceremonia o quizá decirme que planeaba hacerme suya tan pronto para darle hijos, lo que no era de sorprender viviendo en esta época llena de masacres y pérdidas. Aunque esto último no lo creía posible, teniendo todo un refugio para resguardarse de las bestias, incluso aquel niño parecía estar feliz y libre al estar dentro del castillo, cosa que no sucedía más allá de estas paredes o el bosque que rodeaba todo el lugar.
Fuese lo que fuese, moría por saber qué era.
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