10. Suhail

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Cuando me bañé utilicé el gel especial de mamá, después busqué en mi armario mi vestido más bonito y por último, con sumo cuidado, sujeté mi cabello con un listón. Estaba decida a demostrarle al salvaje que yo sí era una princesa.

Miranda, la mamá de la pequeña bestia, nos invitó a una cena en su casa para congraciarse con nosotros y disculparse por lo inoportuno que resultaba su retoño. A mamá no le agrada esa mujer pero, como a diferencia de Max, Miranda si procuraba ser una persona civilizada, aceptamos asistir a la cena.

En casa de los vecinos nos situamos en la sala de estar para platicar antes de cenar. El salvaje se sentó en el sofá de cara al que yo elegí, vistiendo, como siempre, una horrible camiseta del Superhéroe. Aunque esta vez, para colmo y como si no fuera ya molesto verle tan desaliñado, tenía desamarradas las agujetas de los zapatos.

—¿En qué trabajas, Jacqueline? —preguntó Miranda a mamá.

—Soy abogada.

—Enhorabuena —la felicitó.

—Es la mejor abogada de la región —dije, repitiendo lo que siempre escuchaba decir a mamá.

El salvaje puso los ojos en blanco al escucharme. Arqueé una ceja en su dirección y le miré de pies a cabeza, tal como hace mamá cuando intenta intimidar a una persona que no es de su agrado. Pero Max no se inmutó.

—Es bueno saberlo —dijo Miranda, sonriendo—. Uno nunca sabe si mañana necesitaremos de una abogada.

Un comentario totalmente fuera de lugar. Lo sabía por la risa forzada de mamá.

—¿Tú a qué te dedicas, Daniel? —preguntó papá al padre del salvaje.

—Soy piloto aviador —dijo él en voz baja, restándose importancia.

—Papá es el mejor piloto aviador de la región —canturreó el salvaje, mirándome.

Burlándose. Aunque sólo mamá y yo nos dimos cuenta de eso.

—No es así, Max —dijo el señor Solatano un poco abochornado—. Hay docenas de pilotos mucho mejores que yo. Pero disfruto ser tu superhéroe.

—Yo soy maestro de escuela —dijo papá, cosa que avergonzaba a mamá. Por lo que pronto trataría de cambiar de tema.

Ella siempre decía: "¿Qué hace una abogada casada con un maestro de escuela?"

—Yo también soy maestra de escuela —aplaudió Miranda. Cosa que puso de mejor humor a papá y, por consiguiente, arruinó el humor de mamá—. ¿A qué tipo de escolares das clases, Billy?

—Adolescentes. ¿Tú?

—Yo estoy en el Jardín de niños —Miranda sonreía de oreja a oreja—. ¿No es maravilloso compartir lo que uno sabe?

—¿Desde cuándo viven aquí? —cambió de tema mamá, sin dar a papá la oportunidad de contestar.

Que mamá hiciera eso molestó a Miranda:

—Cuatro años —dijo, volviendo los ojos hacía papá—. Entonces, Billy, ¿no es maravilloso enseñar? —insistió en que él contestara.

Mamá se removió en su asiento, molesta. A ella no le gusta que la reten.

—Lo es —sonrió papá.

Cuando me aburrió esa conversación me volví hacía el salvaje con la intensión de educarlo un poco:

—¿No vas a amarrar tus agujetas? —pregunté con una pizca de molestia.

—Si, en algún momento lo haré —respondió él, con una sonrisita de mal gusto.

—Deberías amarrarlas. Es peligroso no amarrarlas —insistí, pero él me ignoró.

Miranda se puso de pie:

—¿Pasamos a la mesa? —dijo y nos pidió seguirla.

Los señores Solatano y el salvaje empezaron a caminar. Pero mamá, papá y yo, ocupados en nuestros propios asuntos, nos quedamos atrás.

Mamá estaba molesta: —¿Por qué te está tuteando? —preguntó a papá cuando los señores Solatano se alejaron.

—No lo sé —Papá no comprendía su enojo—. Ayer por la mañana nos encontramos y platicamos sobre los niños. Supongo que le inspiro confianza. A mí no me molesta que me tutee.

—Es una maleducada —se quejó mamá y yo asentí con la cabeza para mostrar a papá que estaba de acuerdo con mamá.

—No exageres, Jacqueline —dijo papá de mal genio.

—¿Vienen? —escuchamos preguntar a Miranda. Ella estaba de pie en el espacio que separa al comedor de la sala de estar.

¿Qué tanto escucharía de la conversación entre mamá y papá?

Papá la siguió al instante: —Claro. ¿Qué hay de cenar?

—Barbacoa —respondió ella, alegre.

Mamá también siguió a Miranda, pero a una distancia prudente. Yo caminé junto a ella. Sin embargo, justo antes de llegar a la mesa, el salvaje se interpuso en nuestro camino. Mamá lo ignoró y continuó como si él no mereciera su atención, pero yo esperé para poder hacerle notar que todavía no había amarrado sus agujetas:

—Tus agujetas —dije y señalé sus pies.

—¿Qué? —Él se cruzó de brazos.

—Siguen sueltas.

—¿Y?

—Es molesto.

—¿Y?

—Te vas a tropezar.

Ese día mi paciencia alcanzó un nuevo nivel.

—¿Y?

—¡Te vas a lastimar!

—¿Y? —Max arqueó una ceja.

—¡AMÁRRALAS!

—¡Suhail! —me regañó mi mamá—. No. Levantes. La. Voz.

Zapateé: —¡Él todavía no ha amarrado sus agujetas, mamá! —lo acusé, mirando a todos ya sentados en la mesa.

—Ese no es tu problema —dijo ella.

—Max, amarra tus agujetas —pidió al salvaje su padre.

—En seguida, papá —dijo Max, con esa sonrisita en su rostro que ya empezaba a odiar, y que sigo odiando después de tantos años.

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Max & Suhail ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora