—Nunca me sentí mejor.

—Me alegro mucho, hermanito.

Apretó la sonrisa y recorrió mi rostro con la mirada.

—¡No puedo creer que estemos hablando esto! —soltó, liberando finalmente una risotada y alzando la vista al cielo.

—¿Te incomoda?

—¡Claro que no! Ya te lo dije la otra vez: vos vas a ser quien corte con los ciclos enfermizos de esta familia. No podemos seguir los dictamines de papá como si viviéramos a principio de siglo en el pueblito al pie de los Alpes del que vino. Lo que pasa es que siempre vas a ser el benjamín y estás creciendo muy rápido.

—No seas ridícula.

Mio piccolo príncipe —se burló, aunque con cierta nostalgia.

Se estiró y me revolvió el cabello.

—¡Basta, que me lo enredás todo! —Me deshice de su mano.

Está demasiado largo —imitó una voz grave—, ya te lo dijo «el sargento».

—Sí, y también dijo que parezco una mina.

A los dos nos indignaba la inflexibilidad de nuestro padre, no así a nuestro hermano mayor, que parecía hecho a su imagen y semejanza. Aunque Mina siempre había sido la más rebelde y ahora venía yo a desafiarlo todo con mi involuntaria osadía.

—No sabés la pelea que tuvo ayer Diego con el viejo.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Discutieron por política.

—¿Qué burrada dijo ahora papá?

—Se le ocurrió afirmar que en la época de los milicos estábamos mejor, que había más orden y el país funcionaba como debía. El negro no se pudo contener y saltó como leche hervida. Tiene familiares desaparecidos, imaginate.

—Dios mío, ¿es que no va a cambiar más ese tipo?

—Ya no creo. Además, viste que los nonnos defendían a Mussolini.

—Increíble.

—Vos y yo para él somos una anomalía. Yo creo que salimos a mamá.

—Gracias a Dios.

Detuvo su marcha, se giró hacia mí y me tomó de ambas manos.

—Hermanito, prometeme que te vas a cuidar.

—Claro.

—Y que lo vas a cuidar a Davo.

—Siempre.

—¿Lo amás?

Semejante pregunta, así, tan de repente, me causó pudor y dudé en contestarla con honestidad, pero fue lo que hice finalmente.

—No lo sé todavía, pero la verdad es que nunca me sentí de esta manera. Es como si me bastara solo él, como si todo lo demás no me importara en lo más mínimo, más allá de pensar si pueden o no perjudicar lo que tenemos. —Recuerdos de momentos compartidos vinieron a mí—. Creo que siempre fue igual. De alguna manera, cuando estábamos juntos, todo se reducía apenas a él.

—Es lo que parecía. Siempre se vio muy especial lo que tenían.

—Tengo miedo de lo que pueda pasar cuando debamos que volver al barrio, a las clases, a nuestra rutina de siempre.

—¿Lo han hablado?

Negué con la cabeza.

—Mirá —dijo—, no es que sea una experta en nada, pero creo que el diálogo es lo que sostiene a una pareja.

—No quiero preocuparlo.

—Y él seguramente no quiere que cargues con esto vos solo. Fa, David te adora, seguro que juntos van a poder enfrentar lo que sea y van a encontrar una salida no tan complicada hasta que los dos sean mayores de edad y se puedan independizar.

Hasta ese instante no lo había visto de esa manera.

Tenía razón.

No faltaba tanto.

En apenas once meses yo cumpliría dieciocho años e iba a poder hacer lo que quisiera con mi vida.

Podíamos mudarnos juntos a la capital o a cualquier otro sitio en donde no nos conociera nadie y no tuviéramos que dar explicaciones. Italia era otra de las posibilidades —lejos de Giancarlo, por supuesto— o Estados Unidos, que era el lugar en que Davo tanto fantaseaba con triunfar. Hasta Punta Médanos podía convertirse también en nuestro refugio, como lo había sido para Lilia durante tanto tiempo.

«Once meses apenas», me repetí.

Era solo esperar a que termináramos el secundario.

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