35. Zeta

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Aquellas fueron, tal vez, los momentos más traumáticos que iba a vivir en mucho tiempo. El deambular por un hospital tras otro fue agotador, atemorizante. No parecía haber señales de David por ninguna parte. Hacía más de cuatro horas que había iniciado aquel peregrinaje y no sabía cuándo ni cómo terminaría.

Cuando comenzaba a perder la esperanza de encontrarlo aquella noche y a considerar, inclusive, la visita a algunas comisarías, en el hospital Posadas, después de tenerme esperando largo rato, me informaron que estaba internado allí. De inmediato insistí para que me dejaran verlo, pero como no era horario de visitas, no me permitieron hacerlo. Imploré de todas las maneras posibles a cuanto personal me crucé, pero la respuesta con que me cortaban era siempre la misma: "Debe esperar hasta mañana a las diez".

Me senté en uno de los bancos donde aguardaban varios pacientes para ser atendidos, no me iba a mover de allí hasta poder ver a David.

Agotado, observé a mi alrededor; reparando en los rostros de cansancio y preocupación de los que me rodeaban. Nunca me habían gustado los hospitales, pero sentado en aquella sala de espera, con la incertidumbre carcomiéndome por dentro, tuve la sensación más desoladora que jamás había sentido.

El ambiente se alborotó cuando una ambulancia llegó rauda hasta la entrada al edificio y un grupo de médicos bajó a toda prosa de ella con una persona en una camilla. Ingresaron y cruzaron el lobby en apenas un par de segundos, para perderse de inmediato tras unas puertas vaivén que los escondió a nuestro escrutinio. Se respiraba dolor en aquel lugar y la soledad de la madrugada no hacía más que acentuarlo. Me imaginé a mi amigo siendo ingresado de aquella misma manera, sin nadie a su lado. Sin una sola persona que le sostuviera la mano o le dijera que todo iba a estar bien. Otra vez las lágrimas comenzaron a caer por mi rostro. No podía dejar de sentir culpa. Hubiese dado cualquier cosa por volver el tiempo atrás, por haber estado con él o nunca haberme alejado.

Abstraído como estaba, no me di cuenta de que una enfermera se había parado a mi lado y trataba de llamar mi atención con el mayor disimulo posible.

—Nene... Tchsh... —chistó.

Reparé en ella sobresaltado.

—¿Sos vos el que esté buscando a David Basinas?

—Sí, sí... —me puse de pie.

—Acompañame por acá. Si alguien te pregunta, decís que sos el hermano. Pobrecito el chico, nadie vino a visitarlo en cinco días. Salvo un hombre, que me parece que era el padre. Algunas personas no tienen sensibilidad; lo dejó llorando, peor de lo que estaba.

La mujer iba hablando a medida que nos adentrábamos por un pasillo oscuro y sumido en un silencio casi sepulcral. Mientras caminábamos, iba mirando hacia el interior de las habitaciones que tenían sus puertas abiertas o entornadas. En todas las mismas escenas de desamparo y aflicción.

Tomamos un ascensor y comenzamos a subir. Yo me mordía los labios y retorcía mis dedos por los nervios que me provocaba el no saber con qué me iba a encontrar.

—¿Es muy grave lo que le pasó? —quise saber.

Suspiró antes de responder.

—La golpiza que recibió el pobre fue brutal; le han fracturado varias costillas. Debe quedarse un tiempo en observación para cotejar que no tenga derrames internos o contusiones graves en la cabeza o algún órgano comprometido.

—¡Qué hijos de puta! —solté entre dientes.

La enfermera me observó por el espejo y bajó la cabeza.

El sonido se dispersó brutal por los pasillos vacíos cuando cerré la puerta tijera del viejo elevador sin reparar en la fuerza que utilizaba.

—Es por aquí —indicó la mujer.

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