64. Zeta

72 18 4
                                    


Mientras me cepillaba los dientes contemplé por algunos mi reflejo segundos en el espejo del baño. Había algo distinto en mi mirada. Estaba entusiasmado, nervioso y ansioso al mismo tiempo, aunque también tenía miedo. No quería razonarlo ni pensar en nada más allá de lo que ocurriría aquella noche. Volví a mi imagen antes de dirigirme hacia el cuarto en donde él me esperaba. Sabía que solo podía optar por dos caminos, y que cualquiera de los ellos me conduciría a ser una persona diferente de la que era en ese momento. Podía negar lo obvio e intentar vivir rodeado de tormentos, preguntándome qué hubiera ocurrido si hubiese tenido el valor de intentarlo, de permitir a mi cuerpo explorar más allá de lo inculcado. No iba a poder vivir con esa duda; en algún punto, iba a tener que enfrentarla. Si no, nunca terminaría siendo completamente libre, nunca me conocería por entero. Y si debía ocurrir, deseaba que fuera con él. Quién mejor que mi querido amigo para cuidarme, para conducirme más allá de mis propias vicisitudes.

Suspiré, apagué la luz y salí. Me despedí de Ramiro, que descansaba en el sofá, y me dirigí a la habitación. David me aguardaba sentado en la cama, escuchando música en mi walkman. Se quitó los auriculares y me sonrió. Le devolví el gesto en cuanto cerraba la puerta. De nuevo la luz me incomodaba; bajé el interruptor. La claridad de la luna se coló por la ventana abierta, el arrullo del mar pareció de pronto más cercano y una brisa tenue jugueteó con las cortinas a medio correr. Nos rodeaba un halo de cierto encanto, una magia íntima. Exhalé, intentando encontrar algo de seguridad en mi interior. Rodeé la cama y me senté frente a él, que había seguido expectante cada mínimo movimiento mío.

—Creo que te equivocaste de lado —se burló—. Si mal no recuerdo, el primer día dejaste en claro cuáles eran los límites inquebrantables de este colchón.

—Qué nabo que sos.

Nos sonreímos.

La tensión entre los dos era extraña.

Sin saber qué más hacer, tomé uno de sus pies, que estaba a unos pocos centímetros, y comencé a juguetear con sus dedos.

—¿Qué estás haciendo? Me hacés cosquillas —rio.

—No lo sé. Estoy nervioso.

Separó su espalda del respaldo del sofá-cama y se arrodilló ante mí, enfrentándome.

—Creo que estamos pensando demasiado —dijo.

Asentí.

Imité su posición para quedar a su altura. Le quité un mechón de cabellos que le cubría parte de la cara y lo acomodé detrás de su oreja, necesitaba que nada cubriera sus ojos. Qué brillo tan exquisito poseían sus iris.

—¿Te vas a dejar el pelo largo como yo? —me burlé, solo por decir algo.

—Quiero ver si me hace igual de lindo.

Nos cruzamos otra sonrisa nerviosa.

—Ojalá yo tuviera la mitad de tu facha —repliqué.

—Para mí, siempre fuiste el chico más lindo del universo.

Se me erizó la piel.

Sentí que algo me empujaba desde mi pecho hacia él.

—¿Puedo besarte? —pregunté.

—Por favor.

Busqué sus labios. Él abrió la boca aguardando que lo alcanzara. Se entregó a mi curiosidad, que de inmediato comenzó a explorar el resto de su rostro, su oreja, su cuello. Dejó caer la cabeza hacia atrás, dándome vía libre. Cuando volví en busca de sus labios, me sorprendió con un beso diferente a los que nos habíamos dado hasta entonces. Se sentía más mundano, más familiar, más cargado del deseo que habíamos estado conteniendo. Volví a recorrer su torso desnudo con mis manos. Necesitaba tocarlo, corroborar que realmente estaba sucediendo. Comencé a recorrer su pecho, luego los hombros y otra vez fui a por su cuello. Recargué el peso de mi cuerpo sobre él y ambos caímos, provocando un fuerte quejido del viejo sofá. Soltamos una carcajada que de inmediato silenciamos.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora