55. Davo

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Ni bien dieron las ocho, llamaron desde la portería para avisar que mi chofer y el guardaespaldas estaban aguardándome en la cochera del edificio. Malena respondió que iban a tener que esperar un poco más, porque yo aún no estaba listo. Escuché sus pasos regresando hacia mi habitación, por lo que me apresuré en abrir el cajón de la cómoda donde guardaba mis medicinas y tomé un par de tranquilizantes de uno de los tantos frascos. Llevé las pastillas hasta mi boca antes de que ella ingresara al cuarto, tragándolas en seco. Había perfeccionado la técnica para hacerlo lo suficientemente rápido como para que nadie lo percibiera. Siempre era mejor eso a tener que dar explicaciones. Suspiré dubitativo, observando a mi alrededor hasta que me detuve en el espejo. Me detuve allí, contemplando la imagen que me devolvía.

—¡Pero qué guapo, mi Dios! —intentó levantarme el ánimo Malena, parándose a mi lado y observando también mi reflejo.

—Con cara de haber llorado mucho —respondí con ironía.

—¿Cuánto tiempo tiene de viaje?

—Cuarenta minutos, una hora.

—Entonces, cuando llegue nadie se dará cuenta de eso.

Me acomodó el cuello de la camisa por dentro del saco.

—Ahora sí está perfecto —dijo satisfecha.

Volví a buscarme en el espejo. Allí estaba yo, con cuarenta y dos años, temblando como un adolescente porque muy probablemente volvería a reunirme con mi primer amor después de más de tantos años. Me sentía inseguro, frágil, desmoronado por dentro; pero me movilizaba la urgencia de ese reencuentro. Un reencuentro que había soñado demasiadas veces, del que había escapado en tantas otras. Cada vez que me había tocado volver a mi país, me invadían los mismos sentimientos contrapuestos: ¿qué ocurriría si él se aparecía en uno de mis conciertos, buscándome? ¿Cómo me sentiría al tenerlo de nuevo frente a mí? ¿Si no lo veía, quería decir que me había olvidado? Y toda vez me alcanzaba la misma decepción al tener que regresar sin saber nada de él. Siempre el mismo temor a no haber sido suficientemente importante en su vida, como él lo había sido en la mía.

Tal vez por eso había estado en los brazos de tantos cuanto había podido, para olvidar los suyos, para borrar esa manera única en que me miraba, para intentar borrarlo de una buena vez de mis pensamientos. Para convencerme de que debía de existir en algún lugar alguien para mí, que me lo merecía. Sin embargo, eso nunca sucedió.

Al fin, después de tanto, había llegado la maldita hora.

Ese era el momento en que debería enfrentarme a su tan temido fantasma o, como había dicho Malena, de quitarme de una buena vez la espina que tanto y durante tanto tiempo me había lastimado.

Decidí olvidar, por lo menos por esa noche, que pocas horas antes, otro de mis pesares más profundos había regresado.

No me creía capaz de lidiar con tanto.

Mi asistente quiso acompañarme hasta la cochera. Antes de despedirse me preguntó si estaba seguro de no querer que fuera conmigo, que esperaría en el auto de ser necesario.

—Le agradezco mucho, Malena. Creo que debo hacer esto solo.

Me dio un beso en la mejilla y me ayudó a acomodarme en el asiento trasero para que no se me arrugase el traje. Le sonreí con tanta amabilidad como me fue posible. Qué tarde me había dado cuenta del valor que tenía esa mujer en mi vida. Ella me devolvió el gesto y colocó una de sus manos sobre mi rostro.

—Todo va a estar bien —aseguró.

Quería, necesitaba creerle.

Abandonamos el estacionamiento y, como era de esperarse, algunos flashes comenzaron a ser disparados hacia el auto ni bien el portón de calle comenzó a abrirse.

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