78. Zeta

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Mi hermana y su novio vinieron finalmente a visitarnos pocos días antes de que se marcharan de la costa. Lilia había extendido su permanencia en casa de Natalia para que ellos pudieran ocupar su cuarto y que todos estuviéramos más cómodos.

Diego y David se caían bien y por alguna razón mi futuro cuñado prefería su compañía antes que la mía. Mina decía que yo lo intimidaba, lo que me divertía y envalentonaba por partes iguales; no fuera cosa que se quisiera pasar de listo con ella. Mientras los chicos jugaban con las paletas de playa y una bola de goma, que Ramiro se empecinaba en querer atrapar corriendo de un lado a otro, invité a mi hermana a ir a dar un paseo.

Ni bien nos pusimos de pie, Davo se volvió hacia nosotros. Sabía mis motivos para sugerir aquella caminata, ya lo habíamos conversado. Por eso me guiñó disimuladamente un ojo, para darme ánimo.

Yo estaba bastante nervioso. 

No era que pensara que mi hermana fuera a poner alguna objeción o intentara desanimarme en mi relación con Davo, pero sabía lo que me diría y eso sí que me desilusionaba.

Debían de ser cerca de las cinco de la tarde, porque el sol ya no se sentía tan fuerte y había comenzado a levantarse un poco de viento fresco, rasgo típico de los atardeceres en el litoral marítimo argentino.

Caminamos un largo trayecto extrañamente callados. Creo que ella intuía lo que le quería contar y no deseaba decir nada que me hiciera cambiar de idea.

—Se lo ve contento a David —soltó finalmente ante mi indecisión a iniciar la charla.

—Sí...

Nuevamente algunos minutos de silencio.

Intenté darme ánimo mentalmente.

—Tenías razón —le dije.

—¿Respecto a qué?

La cosa venía seria. En otro momento mi hermana me hubiera contestado que siempre la tenía.

—Respecto a Davo.

No respondió. En cambio, pateó un poco de arena con los dedos del pie derecho mientras continuaba caminando con ambos brazos cruzados por detrás de su espalda.

—Creo que a mí me pasaba lo mismo y no quería asumirlo...

Asintió sin mirarme, con los ojos fijos en los granos de arena que iba levantando, al tiempo que se aseguraba de esquivar las caracolas rotas esparcidas en la playa y que podían lastimarte si las pisabas descalzo por un descuido.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—No hay nada que pueda hacer. Las cosas son como son.

Volvió a afirmar bajando levemente el mentón y frunciendo la boca.

—¿Quién más lo sabe?

—La tía y mamá, además de vos.

—Ellas te van a apoyar.

—¿Creés que a Diego le moleste? Digo, por estos días que vamos a compartir. No quisiera empezar a fingir desde ahora.

—No. El negro tiene la cabeza muy abierta, eso es lo que más me gusta de él, totalmente distinto a los otros pibes que conocí hasta ahora. Es a papá al que le tengo miedo.

—Sí, ya sé.

—Aunque tampoco tiene por qué enterarse.

Alcé los hombros.

—Claro, no era que pensara decírselo.

—¿Estás contento? —Por primera vez desde que comenzamos a andar buscó mis ojos y me regaló algo parecido a una sonrisa.

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