28. Zeta

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Ese sábado diluvió en San Justo, llovió tanto que suspendieron todos los partidos programados para el torneo de fútbol. Carolina tenía que acompañar a su madre hasta no sé dónde, por lo que me quedé en casa.

Escuché al bullicioso grupo de teatro llegar, pero me hice el tonto. Para ese momento ya había decidido que no abandonaría el refugio de mi cuarto durante el tiempo que el grupo de teatro permaneciera en aquel quincho. Intenté distraerme ordenando algo del tremendo desorden que había en mi habitación. Pensé que me llevaría lo suficiente como para olvidar a los visitantes, pero me equivoqué. Llegó el punto en que me encontré tirado en la cama mirando hacia el techo, buscando imperfecciones en el yeso del cielorraso. Ojalá en aquella época hubiésemos tenido celulares o laptops o un televisor en cada dormitorio como se acostumbra ahora. Aburrido, rodé sobre el acolchado e intenté dormir un rato.

No había caso.

Me levanté de la cama, intrigado por las risas que llegaban desde el patio. Miré hacia la ventana, que parecía hipnotizarme; llamándome, intentando que me acercara para ver qué ocurría. No tuve opción, fue más fuerte que yo.

Desde donde me encontraba podía ver a la perfección el interior del lugar donde la familia solía reunirse para compartir los asados de los domingo. El grupo de teatro estaba compuesto por una señora y un hombre mayor — de unos cincuenta años cada uno tal vez—, mi hermana, otra chica más o menos de su edad, David y un joven rubio medio pelilargo que debía tener unos veinte años. Seguí lo que hacían durante un largo rato, el suficiente como para notar cierta proximidad entre quien fuera mi amigo y ese otro chico.

Me sentí incómodo.

Un cosquilleo interno me hacía ver claramente lo que no quería reconocer.

"Es normal tener celos de quien fuera tu mejor amigo", me dije.

Nunca es fácil ver que alguien querido, de quien nos hemos distanciado, continúa con su vida como si nada.

No estaba preparado para sentirme inquieto por esa cercanía. Había algo en sus risas, en ese inusual, aunque escaso, contacto físico; en el trato en general que se dispensaban. Quité la mirada por un segundo de ellos para sopesar lo que me ocurría.

Sacudí la cabeza reprendiéndome por crear problemas donde no los había.

Cuando volví a llevar la vista hacia donde estaba David, me topé con su rostro dirigido hacia mí, observándome. Una tensión repentina contrajo mi mandíbula en el instante en que nuestros ojos se encontraron.

Se me secó la garganta.

Alguien más despierto hubiese cerrado las cortinas al llegar junto a la ventana y se hubiera ocultado tras ellas, pero yo, suponiendo que la torrencial lluvia les impediría verme, permanecí tras los cristales sin ninguna cautela.

Nuestras miradas sostenidas me habían puesto tan nervioso, que no atiné a moverme o a intentar de disimular que lo estaba espiando.

A él no pareció importarle, levantó una mano con timidez para saludarme. Podía ver el brillo en sus ojos desde la distancia y a través de la lluvia. Hice un sutil movimiento con mi cabeza y le devolví el saludo. Aquella mueca suya mordiéndose el labio inferior apareció en su rostro. Yo sabía que se le formaba cuando algo lo incomodaba o le provocaba ansiedad. Poder leerlo tan fácilmente me provocó una sonrisa involuntaria. Una parte de mí se alegraba de que las cosas no hubieran cambiado tanto.

El chico rubio junto a David siguió con la vista el recorrido de sus ojos hasta toparse conmigo. Inseguro, desvié la mirada de ambos para encontrarme con la expresión indescifrable de Mina.

Sobresaltado, di cuatro pasos hacia atrás.

Me pregunté qué demonios estaba haciendo tras esa ventana.

En unpar de zancadas crucé la habitación, tomé un abrigo y abandoné la casa sinsaber hacia dónde ir bajo aquel diluvio.

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