41. Zeta

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Mi padre volvió de uno de sus viajes de trabajo esa semana, apurado por poner orden en algunos asuntos de la empresa para poder salir tranquilo de vacaciones con el resto de la familia. No estaba programado que lo hiciera, por lo menos no durante diciembre. Su presencia inesperada en nuestro viaje me fastidió. Sabía que con él en Pinamar mis planes no podrían ser los mismos.

El miércoles por la noche me tocó cenar con él y con mamá a solas, por lo que decidí ahondar en ese asunto. No quería tener sorpresas ni hacerle pasar momentos incómodos a mi invitado.

—¿O sea que el sábado viajaremos todos juntos a la costa? —indagué.

—Iré con ustedes para ver cómo está la casa; hay que pagar a los caseros y esas cosas. Después me vuelvo unos días hasta antes de la Navidad que volveré, para pasar las fiestas como siempre, ¿por qué?

—¿Te avisó mamá que Davo vendrá con nosotros este verano?

Por cómo me miró y después la buscó a ella, entendí que no estaba enterado.

—Estás tanto tiempo viajando —justificó mi madre—, que no creí que debiera consultarte. Mina se pasará siete de las diez semanas trabajando; Fabrizio y yo nos íbamos a aburrir estando solos. Además, David es casi parte de esta casa, no veo ningún inconveniente en que nos acompañe.

—¿Y quién va a pagar sus gastos? —la increpó—. Porque, por lo que sé, no tiene donde caerse muerto.

—Se los pago yo —lo cortó—, que para eso trabajo y tengo mi dinero. No sé qué tanto te preocupa ese tema, Adolfo. Gracias a Dios, no es un problema para nosotros.

—Davo es mi amigo y quiero que venga —intervine—. No está pasando por un buen momento y necesita despejarse un poco, le va a hacer bien el cambio.

Mi padre hizo un gesto de disconformidad, se recostó en el respaldo de su asiento y soltó la servilleta sobre la mesa con violencia. Lo conocía, sabía que estaba a punto de comenzar a gritar.

—Si tanto te molesta —me anticipé—, cuando estés vos, agarraremos el coche y nos iremos a la casa de la tía.

—¡Justo! Lo que nos faltaba —rio con sarcasmo.

Miré a mi madre esperando que le respondiera. En cambio, ella agachó la cabeza y llevó una de sus manos hasta la boca en un esfuerzo por contener sus palabras.

Empujé mi silla con la parte trasera de mis piernas y me puse de pie. Apoyé mis puños sobre la mesa y incliné hacia mi padre para enfrentarlo.

—Siento mucho si tu familia se quedó en Italia y nunca se dignó a venir a visitarnos. Pero Lilia es mi tía y yo la quiero. Nada ni nadie va a impedir que vaya a visitarla cuantas veces se me ocurra —hablaba tratando de disimular el nudo que estrangulaba mis palabras—. No sé cuál sea tu problema con ella y, de verdad, no me importa. Hoy, en esta mesa, te aseguro que voy a pasar gran parte del verano en su casa. Por lo menos con ella me siento bien y cada vez que la he precisado, ha estado ahí para escucharme. No vive quejándose de como soy o desaparecida como solés estar vos, que vivís yéndote solo sabe Dios a dónde y ni siquiera se te puede ubicar si se te necesita.

—¡Cuidado con el tono! No voy a permitir que me hables así. Deberías llevar a tu novia en vez de invitar a un amigo, ya estás grande para eso. ¡Es hora de que vayas sentando cabeza!

Empujado por la impotencia, empujé la silla que cayó sonoramente tras de mí. Le eché una mirada de desprecio y me dispuse a abandonar el comedor.

—¡No tengo más novia, date por enterado! —grité cuando casi alcanzaba la escalera.

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