50. Zeta

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Aquella primera mañana en Punta Médanos, David se levantó algo callado. Desayunamos junto a mi tía y después se fue a caminar por la playa en compañía de Ramiro. Yo me quedé en la mesa un rato más, siempre me han encantado los desayunos largos en vacaciones. Lilia había puesto una pava al fuego y cuidaba para que el agua no hirviese.

—¿Todo bien? —indagó, seguramente habiendo advertido el ánimo que ambos arrastrábamos.

—Sí... —me desentendí.

Volvió a sentarse a la mesa una vez hubo preparado el primer mate del día. Tomó uno y me ofreció el segundo.

—No, gracias. No terminé el café todavía.

—Está bien...

Miré a través de la ventana que daba a los médanos y, más allá, al mar. Me perdí por algunos minutos entre los montículos de arena.

—¿Cuánto hace que se conocen con David?

—Desde séptimo grado.

—Se conocen bien... —no entendí si lo preguntaba o lo afirmaba.

—Sí, podríamos decir que somos mejores amigos.

—Tiene los ojos tristes.

La observación me apretujó la garganta, estaba muy sensible por esos días.

—Sí, ha tenido una vida difícil.

Mi tía se detuvo con la bombilla del mate apoyada en los labios. Podía notar los pensamientos recorrer su mente, mientras ella trataba de elegir cuales verbalizar.

—¿Conocés a su familia?

—Solo una vez vi a su padre.

—¿Buen tipo?

Busqué su mirada, podía asegurar que se había dado cuenta de gran parte de la historia de Davo.

—Un hijo de puta.

—Humm... ¿Él le hizo las cicatrices que tiene en la espalda? Porque recientes no son.

Volví a sus ojos. Asentí, porque me costaba hablar sobre aquello. La noche de mi cumpleaños, tantos años atrás, cuando descubrí su cuerpo marcado, volvió a mí como si la estuviera viviendo. Pude palpar otra vez su dolor, su desamparo, el sabor amargo del odio, que conocí entonces por primera vez. Me refugié en la compasión que anidaba en la mirada de mi tía. Le agradecí su discreción en silencio. Qué amable y prudente de su parte no haber hecho ninguno de esos comentarios delante de él.

—Sos un buen amigo, sobri —dijo.

Pero yo no lo sentía así.

Una culpa inexplicable me cerraba el pecho.

Di un sorbo a mi café y reflexioné sobre sus palabras.

—Voy a buscarlo —me levanté.


El sol ya estaba alto y daba para percibir que la tarde sería bastante calurosa. Una vez que llegué a la playa, intenté adivinar hacia dónde se podía haber dirigido. Comencé a caminar hacia el faro. Antes de salir de la casa había pasado por nuestro cuarto para recoger mi cámara de fotos; me detuve y decidí tomar una instantánea desde la perspectiva que tenía: frente a mí, a lo lejos, se veía el faro asomando tras los médanos y las colas de zorro, en medio se ubicaba la anchísima franja de arena amarronada y, sobre la derecha, el mar, que ese día llevaba un azul profundo y llegaba calmo hasta la costa. A mitad de camino me crucé con Ramiro, que volvía hacia su casa con el tranco cansado. Lo llamé, pero no me prestó mucha atención; se detuvo, me estudió por un minuto y siguió en la misma dirección. Por lo menos, su presencia me confirmaba que iba hacia el lugar correcto.

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