61. Davo

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Aquella noche comencé a sentir que en verdad era un extraño en todas partes. Había estado escapando durante demasiado tiempo del David de ese otro tiempo, como para sentirlo aún parte de mí. Sin embargo, aborrecía lo suficiente al individuo en que me había convertido como para querer seguir en esa misma piel.

Frente a quienes me habían conocido, intenté encajar, sonreír, hacer chistes para que creyeran que había cambiado poco. Pero qué sensación tan extraña era la que me embargaba. Esas personas, que en algún momento habían sido tan cercanas, ahora me resultaban unos completos desconocidos. Amigos que en la adolescencia pensaba que jamás podría dejar atrás, ni siquiera reconocía. Algunos se esforzaban contándome anécdotas de aquellos otros años, cada uno reviviendo instantes que yo no lograba recordar. Parecía que lo que relataban había formado parte de la vida de otra persona. Casi como un sueño difuso que uno apenas consigue recordar, tenemos una leve idea de qué se trataba, pero no estamos seguros; solo conservamos la sensación de ese universo efímero, irreal.

Consulté mi reloj, habían pasado dos horas y media desde que había llegado. Podía inventar una excusa y marcharme, pero no había podido hablar con Fabrizio, y para eso había venido. Lo había visto dos veces más, en la distancia, mientras conversaba con extraños; no me atreví a acercarme, ¿y si no quería hablarme? Habíamos estado a unos pocos metros cuando llamaron a todos para hacer una fotografía grupal, que pretendían fuera el souvenir que inmortalizaría la reunión. No era el momento de encararlo, todos los ojos estaban pendientes de nosotros. Luego desapareció y no volvimos a cruzarnos. Comenzaba a pensar que me estaba evitando, que no quería saber nada de mí.

Me disculpé con Bea, que había permanecido junto a mí casi toda la velada. Mentí diciendo que volvería enseguida, que precisaba ir hasta el baño. Ella asintió sonriente y continuó conversando con un grupo muy animado. Había sido buena amiga Beatriz y parecía que su cariño por mí permanecía intacto. Era la única que me hacía sentir cómodo y, salvo por sus referencias a mi apariencia, no recurría al tema de la fama o al de las celebridades, como hacían los demás.

Caminé cruzando el patio hacia donde se encontraban las escaleras traseras y el sector de los sanitarios de la planta baja. Mientras esquivaba el gentío, me esforzaba por sonreír y asentir con impostada simpatía a cada mirada que me acompañaba. Detestaba no poder pasar inadvertido. Añoraba el tiempo en que nadie se daba vuelta para estudiarme, para saber hacia dónde iba o qué estaba haciendo. Es como sentirse un animal de circo, un fenómeno del que todos quieren llevarse un pedazo.

Gracias a Dios, más allá del patio, el resto del edificio se encontraba vacío y a oscuras, por lo que, en lugar de entrar a los baños, decidí subir hasta el descanso de las amplias escaleras y buscar refugio allí. Me quedé sentado en ese sitio por más de un cuarto de hora, con el trasero en las frías baldosas y la espalda recostada en la pared, reflexionando lo sucedido durante aquella jornada. Pensaba en la carta de mi madre, en la mirada indescifrable de Fabrizio, en la promesa de Malena de que todo resultaría bien. No sabía qué hacer. Me sentía ajeno a todo, inclusive a mí mismo.

Saqué el celular del bolsillo interno del saco. La pantalla se encendió por el reconocimiento facial y procedí a buscar el historial de llamadas. Apareció un único número, era el teléfono sin agendar de mi guardaespaldas. Mi pulgar se sostuvo sobre el número, indeciso, sin tomar ninguna acción.

¿Había llegado la hora de darme por vencido?

Me sobresalté al escuchar el quejido de una puerta al cerrarse, escalera abajo. La silueta indescifrable de alguien se formó a contraluz. Se detuvo al ver mi rostro iluminado por la pantalla del dispositivo móvil.

—¿David? —era Fabrizio.

Se acercó.

—¿Qué hacés ahí?

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