62. Zeta

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Rodamos por la arena sin dejar de besarnos. Cada pedazo de nuestro cuerpo deseaba contactar cada milímetro del otro. De pronto, sentí que había deseado que eso ocurriese desde el mismísimo instante en que nos vimos primera vez. Tantos años, tanto tiempo anhelando estar cerca, sin percibir que me moría por tocarlo, por sentirlo del modo en que estaba sintiéndolo en ese instante. Me detuve un segundo para contemplarlo. Sus ojos brillaban más que nunca. Su labios tremían ansiando los míos. Su mirada... Dios, nunca nadie me había mirado de esa manera. Nos sonreímos con incredulidad. Volví a buscar su boca. No podía parar. No, cuando su roce me estremecía de esa manera, cuando se sentía tan bien. Necesitaba ir por más. Busqué el botón de su short para desabrocharlo. Nuestras respiraciones se entrecortaron. Detrás de las manchas de pintura resecas de su rostro, pude ver cierta duda, un dejo de inseguridad apareciendo.

—No hay apuro. No tenemos que hacerlo si no querés —susurré.

Pero sentía que moriría si me pedía parar.

Humedecí mis labios porque tenía la garganta reseca. El tiempo que se tomó para responder pareció eterno. Sin mediar palabra retomó mi iniciativa.

Nos besamos con ansia, apurados, de la manera más torpe posible.

No podíamos controlar los nervios.

—Ay —se quejó.

—¿Te lastimé?

—Me mordiste el labio —rio.

—Perdón.

—Tenemos todo el cuerpo lleno de arena pegada por la pintura, ¿por qué no nos damos un baño? —sugirió.

Exhalé, temiendo que si nos deteníamos allí, la culpa aparecería en algún momento.

—Como vos quieras —balbuceé.

—Podemos bañarnos juntos —sonrió con picardía.

Mi duda duró un segundo.

—Dale —me entusiasmé.

Nos pusimos de pie y nos dispusimos a caminar hasta la casa.

Nuestras miradas se buscaron tímidas, inseguras, cargadas de deseo.

—¿Estás nervioso? —preguntó, mientras giraba la canilla y permitía salir el agua para llenar la tina.

—Bastante. Nunca lo hice.

—Me habías dicho que sí.

—Con un chico, quiero decir.

—Bueno, yo tampoco llegué a hacer todo —desvió la mirada con vergüenza.

Me acerqué y lo besé; no quería saber.

Tampoco podía aguantarme.

Comencé a desabotonarle el short. Tomó mis manos con las suyas y me susurró al oído.

—Shhh... no te apures.

Asentí un poco avergonzado.

—Disfrutémoslo —me besó en la mejilla.

Volví a darle la razón. No era que estuviera apurado, era que la intimidad entre ambos había comenzado a intimidarme y las dudas habían comenzado a atemorizarme, a contradecir a mi cuerpo.

Se quitó el short y me invitó con la mirada para que lo imitara.

Lo hice.

Allí estábamos los dos, desnudos, enfrentándonos.

Ambos tratando de disimular los nervios, la evidente excitación.

Aquella no era la primera vez que nos veíamos sin ropa, pero sí la primera en que nos permitíamos desear lo que estábamos viendo.

—¿Hay mucha claridad, no? —pregunté, vacilante.

—¿Te da vergüenza? —rio.

Me encogí de hombros.

—Sería más romántico si ponemos velas y apagamos la luz.

—¿Romántico? No seas cursi. Esto no es una novela de Corín Tellado —se burló.

No respondí, creo que estaba aterrado.

Comprobó la temperatura del agua y se metió en la bañera. Al percatarse de mi indecisión y de que continuaba en el mismo sitio, me hizo un gesto con la cabeza.

—Andá, dale. Andá a buscar las malditas velas.

—No tardo —contesté—, las vi los otros días mientras trataba de encontrar los fósforos para la fogata.

No demoré ni tres minutos. Coloqué sendos candelabros sobre un banco, cerca de la bañera y fui hasta la puerta para apagar la luz eléctrica. Me giré para observar el ambiente, pero su imagen me detuvo. Se veía tan hermoso sentado en la tina con medio cuerpo cubierto de un agua y el resto húmedo. Los contornos de su musculatura tenían reflejos dorados debido a la luz amarillenta de las llamas, que llegaba tenue y oscilante. Levantó las cejas animándome a acercarme. Tenían una mueca en los labios y la mirada brillante. Pensé que se lo veía más hermoso que nunca. Hizo un gesto con la cabeza para apurarme. Me mordí los labios y con el mentón, le pedí que me hiciera lugar. Se movió hacia atrás y recogió las piernas. Cuando me paré junto a él, aparecieron ante mí sus cicatrices. Siempre me conmovían. Me agaché, las recorrí con la punta de los dedos y le besé la espalda. Él no hizo ni dijo nada. Mientras me acomodaba en el agua, me juré que no permitiría que nadie más volviera a hacerle daño.

—¿Estás bien? —quiso saber.

Dejé caer mis párpados para confirmar.

Nos quedamos contemplándonos por algunos minutos, uno frente al otro. Los dos en silencio, con el corazón alocado y el aire atragantado.

Me alcanzó una esponja y me pidió que le quitara la pintura de la espalda. Se giró en la bañera y nuevamente aparecieron frente a mí aquellas marcas. No tenía manchas allí, pero embebí la esponja en el agua tibia y comencé recorrer su dorso con sumo cuidado, desde arriba hasta abajo, siguiendo la línea de su espina dorsal. Lo hice muy despacio, casi sin rozarlo, como si fuera un ritual para acariciarlo. Me acomodé más cerca de él y comencé a lavar sus hombros, su cuello, la parte superior de su pecho. Él se recostó en mí. También me apoyé en la pared esmaltada tras de mí. Rodeé su cuerpo con mis piernas y con mis brazos mientras seguía explorándolo con aquella esponja.

Lo deseaba.

Cada uno lavó el cuerpo del otro, como en una ceremonia de iniciación que, sabíamos, solo ocurriría una vez.

Aun cuando el agua ya se había enfriado, permanecimos inmersos en aquella bañera. Indefensos en nuestra desnudez, confiándonos, entregándonos. Su espalda sobre mi vientre, su cabeza descansando en mi pecho.

—Se te escuchan muy fuertes los latidos —susurró.

—Culpa de quién será.

Giró su cabeza hacia mí y me sonrió con ternura.

—¿Podés creer que estemos así?

Suspiré.

—Ya no sé en qué creer.

Hizo un mohín con sus labios, supongo que intuía mis temores.

—No tenemos que hacer nada más que esto —sugirió.

—Es un buen primer paso, ¿no?

—Uno excelente.

Me besó cerca del hombro y se recostó colocando el lado derecho de su cabeza justo en medio de mis músculos pectorales. Buscaba otra vez el sonido de mi corazón. Le acaricié la mejilla y luego enredé mis dedos en su cabello mojado.

Permanecimos así por más de dos horas.

Sintiéndonos.

Reconociéndonos.

Incorporando al otro de todas las manera posibles.

Descubriéndonos en una faceta diferente.


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