2. Davo

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Nunca he podido acostumbrarme al calor sofocante de Miami en cualquier época del año. Todavía me costaba abandonar la benevolencia del aire acondicionado, pero precisaba salir de la casa, tomar un poco de aire, alejarme de cualquier persona para poder despejar los pensamientos. Después de más de un mes de que hubiera abandonado el dichoso hospital, por fin parecía no quedar ninguna lancha con fotógrafos apostados sobre el canal, haciendo guardia frente a mi residencia. De poco había servido vivir en una isla, nada parecía un impedimento para la prensa, que era capaz de cualquier cosa para conseguir la primicia más sensacionalista. Quise asegurarme, y mandé a uno de los guardaespaldas a que chequeara una vez más los alrededores del jardín y las cercas de las propiedades vecinas.

Parecía estar tranquilo.

Elegí un sitio del jardín donde no me sintiera tan expuesto. Me senté en una de las reposeras junto a la piscina, donde, si alguien aparecía por la costa, unos arbustos conseguirían esconderme. Desconfiado, volví a cerciorarme de que no hubiera paparazzi ni curiosos. Una vez que estuve completamente convencido de que me encontraba solo, comencé a recorrer con la vista la inequívoca mistura de modernidad y trópico que se extiende más allá del canal. Lo hacía con la indiferencia de quien tiene enfrente una visual rutinaria, monótona. Sé que la mayoría no se cansaría de maravillarse con esas postales de playa de Primer Mundo, donde el lujo, la pujanza y la fantasía aspiracional latinoamericana parecen fusionarse de manera magistral. Sin embargo, ese no era mi caso.

El vuelo de un pájaro que llegaba desde el norte de la isla llamó mi atención. Seguí el ajetreo de sus alas hasta la corona de una de las tantas palmeras que bordean en fila el terraplén que contiene el avance del mar sobre los jardines que bordean aquel óvalo artificial de tierra, al sur de la Bahía Biscayne. Me detuve a observar cómo la brisa mecía rítmicamente aquellas grandes hojas puntiagudas. Dejé escapar el aire que contenía en mis pulmones, complacido por el bienestar que me despertaba esa imagen tan simple que, junto con el arrullo mínimo de la corriente marina golpeteando contra los postes del embarcadero vacío, conseguían que sintiera lo que durante meses había parecido imposible: tranquilidad.

Tal serenidad me reconfortaba; tanto, que me pregunté por qué no disfrutaba de mi propio jardín más seguido. Durante ese último mes, el acoso periodístico y los constantes llamados telefónicos de parte de la oficina de mi agente para exigirme que cumpliera con obligaciones asumidas antes de mi internación, solo habían conseguido empeorar mi estado de ánimo y retrasar mi recuperación.

Volví a llevar la mirada hasta el contorno de los edificios del otro lado de la bahía. South Beach había cambiado mucho desde mi arribo, a mediado de los años noventa. Yo también lo había hecho. A esa altura, había perdido la cuenta del tiempo que hacía que no recorría Lincoln Road, Ocean Drive o Española Way, como lo hacía en aquel lejano comienzo. Había llegado a disfrutar de esos lugares como un niño lo hace con un juguete nuevo o su lugar de juegos favorito. Parecía otra vida. Ahora, en cambio, no abandonaba Star Island por ninguna otra razón que no fuera el trabajo o para huir del mundo y aturdirme en la desquiciada noche miamense.

¿Acaso ya no sabía disfrutar de la colorida belleza de la ciudad, como hacía durante los primeros años, cuando era un recién llegado y la novedad y los sueños me empujaban a olvidar los terribles momentos que me habían alejado de mi país, Argentina? En aquel momento, lo único urgente parecía ser enterrar para siempre lo que tanto me lastimaba; por eso buscaba embriagarme de novedades: para dejar de sentir.

Un nudo estranguló mi garganta, causando una incomodidad que me recordó las secuelas de mi internación, las consecuencias de mis actos desesperados. Una vez más rememoré aquella noche, hacía ocho semanas atrás, en que había tomado tan fatídica decisión.

Sacudí la cabeza queriendo disipar esos pensamientos. Mi imagen dentro de aquella bañera. La desesperanza.

Busqué de nuevo la costa de enfrente, intentando adivinar Alton Road, Flamingo Park. Instantes que creía perdidos volvieron a mí. Me sentí invadido por la nostalgia de ese otro tiempo en que nada tenía, en el que me aferraba a la única esperanza de un futuro mejor, como el náufrago lo hace de los restos de la misma embarcación que lo ha dejado al borde de la muerte.

Me prometí volver a visitar esos lugares, revivir un poco de aquel que había llegado a ser.

Me pregunté cuál habría sido el destino del viejo edificio de tres pisos donde vivía entonces. ¿Seguiría en pie? Hacía siglos que no pasaba cerca. ¿En qué calle quedaba? Michigan Avenue. Había sido feliz allí. Siempre se es feliz cuando se tienen planes, cuando existen incontables cosas que uno desea, que ansía, que necesita conseguir. Me había marchado de mi país lastimado, casi obligado, pero dispuesto a conquistar todo lo que se me cruzara en el camino, cargando el hambre de éxito que solo los desesperados, los abandonados, somos capaces de sentir. Dispuesto a mirar únicamente hacia adelante, a hacer lo que fuera necesario para dejar de ser otro don Nadie. Supongo que la mayoría de los que nos hemos sentido ignorados o menospreciados deseamos lo mismo: convertirnos en alguien importante, demostrarle a los que se han alejado, nos han olvidado, a los que quisieron humillarnos, cuán equivocados estaban, cuánto llegarán a lamentar el maltrato que nos hicieron sentir.

Un sonido llamó mi atención y me devolvió al presente. Me giré hacia la mansión detrás de mí. Contemplé por un instante la gigante edificación de líneas modernas y glamorosas. Sabía que debía sentirme orgulloso, realizado, si la comparaba con el cuarto apretado, oscuro, con olor a humedad y vista hacia ninguna parte en donde había comenzado. Pero eso no ocurría.

"Satisfecho" era un adjetivo que no encajaba conmigo.

¿Acaso esa sensación no llega en el momento en que uno se siente completo? Ahí, quizá, radicaba mi mayor problema: yo nunca había sido capaz de sentir eso.

"Nunca volví a estar entero", solté en voz alta.

Saqué del bolsillo de la bata que llevaba puesta la carta que había escrito justo antes de intentar tomar mi vida. La leí por enésima vez y, por enésima vez, sentí el impulso de hacerla añicos.

Odiaba al David que en ella había plasmado.

Detuve el impulso. Debía conservarla como testimonio de lo que necesitaba revertir. 

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