4. Davo

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¿¿Cómo explicar quién había sido Fabrizio en mi vida?

¿Cómo clarificar quién todavía era?

La miré de soslayo. Vi su rostro moreno surcado de arrugas y su mirada cansada, que parecían de verdad preocupados por mí. No me atreví a regañarla por su intromisión.

—No importa, Malena —fue lo único que me surgió.

Ella lanzó otro suspiro leve y asintió en silencio.

Mientras, yo luchaba por retener viejos sentimientos que en algún momento me había afanado por enmascarar y que ahora bregaban por resurgir como el más temido fantasma.

—¿Desea una taza de té, señor? ¿Algo fresco? ¿Un sumo de melocotón? —cambió de tema.

—No, gracias.

Bajó la mirada y volvió a apretar sus labios, como si se le dificultara controlar las palabras.

—¿Cuánto hace que trabaja para mí, Malena? —quise saber.

—Veinte años, señor.

Veinte años y no sabía nada sobre ella. Ignoraba si estaba casada, si poseía familia, hasta la edad que tenía. Quizá todo lo que me sucedía fuera mera culpa mía. Yo tampoco le daba a los demás lo que tanto esperaba de ellos. Me sentí de nuevo vacilante, invadido por ese tremor interno, casi irrefrenable, que me empujaba en mis peores momentos a salir corriendo en búsqueda de refugio en cualquier sustancia que me abstrajera de lo que no quería enfrentar. Apreté los molares haciendo fuerza con la mandíbula en un intento por controlarme. Sabía que si era capaz de dominar ese maldito impulso por algunos segundos, pasaría.

No podía volver a recaer.

—También llamó su hermana, señor.

—Medio hermana —la corregí distraído.

—Sí, perdón. Dijo que estaba preocupada por todo lo que se está diciendo en la prensa de su país. Pidió hablar con usted, le dije que estaba descansando y me dejó un número para que se comunicara. Antes de despedirse repitió que hace dos meses que no hablan, desde que lo llamó para comunicarle el fallecimiento de su padre.

—Esa fue la única vez que hablamos en toda nuestra vida.

—Lo sé, señor.

"Mi padre", pensé.

¿Por qué me había dolido tanto su muerte? ¿Por qué? Si debe de haber sido la persona que más culpé, de la que más intenté alejarme, la que más me lastimó en toda mi vida. ¿Por qué todavía dolía de esa manera tan inesperada? ¿Acaso resulta más importante el sentimiento de pérdida, que todo el desamor que siempre me ha demostrado? ¿Cómo pasar por alto todo el daño que me produjo? ¿Cómo borrar sus castigos? Tantos golpes desmedidos, tantos malos tratos. Sus burlas hirientes, sus risas sarcásticas gritándome a cada rato que no servía para nada, que jamás llegaría a ser nadie. ¿Había sido su muerte capaz de borrar aquellas palabras lacerantes que escupió la última vez que nos miramos a los ojos, hacía ya tantos y tantos años?

Supuse que, en el fondo, un hijo siempre espera reconciliarse con sus padres, que ansía su aprobación. Que todos necesitamos escuchar, aunque más no sea una única vez cuán orgullosos están por lo que hemos hecho con la vida que nos dieron.

Sin embrago, eso ya no era posible. La oportunidad de un reencuentro también había muerto con él; se había esfumado en el momento menos esperado con el simple llamado de una desconocida que aseguraba ser mi hermana.

"Señor, avisan desde Argentina que ha muerto su padre", soltó con frialdad una secretaria, llegando hasta mí como si me anunciara que se retiraba a almorzar. No fui capaz de preguntar nada más. Inmutable, ante la mirada atenta de todos los que se encontraban en la oficina conmigo, seguí con lo que estábamos conversando. Escondiendo, como siempre, que se me iba desgarrando algo por dentro, poco a poco, mientras trataba de procesar la acababa de escuchar. Sabía que había fallado, que el perdón pendiente sería por siempre uno de los más grandes fracasos en mi vida.

De pronto, sentado en aquel jardín, me di cuenta de que había llegado la hora de detener mi huida.

Después de tantos años, después de tanto que había corrido, no había alcanzado ningún destino mejor.

Todo lo contrario.

Y ahora, ¿de quién continuaba escapando?

¿De mi padre?

¿De Fabrizio?

¿Del que era yo antes de convertirme en Davo?

En mi carta de despedida había escrito que ya no existía lugar donde podía refugiarme. Quizá mis propias acciones querían indicarme que había llegado el momento de dejar de esconderme, que ya era hora de comenzar a juntar los trozos de una existencia que había dejado de tener sentido hacía demasiado tiempo y que se me desvanecía día tras día.

La única salida posible asomaba en aquello que tanto había querido dejar atrás.

Sopesé la idea un millón de veces en apenas un segundo.

Tragué saliva, sin terminar de creer lo que estaba a punto de decir.

—Malena.

—Sí, señor.

—Llame a Marrero, por favor. Dígale que venga.

—Por supuesto, señor.

Se puso de pie.

—Vamos a armar esa conferencia de prensa en la que él tanto insiste —le informé.

La mujer levantó las cejas. Sabía que le nacía desanimarme, pero no tuvo el coraje de hacerlo.

Le sostuve la mirada esperando a que accionara, ella asintió; se levantó y se encaminó hacia la casa asegurando que llamaría de inmediato.

"¿Estás seguro de lo que vas a hacer?", me pregunté.

Jamás iba a estarlo.

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