8. Zeta

122 21 2
                                    


—Mamá, ¿está bien que un chico de mi edad trabaje?

Dejó lo que estaba haciendo en la cocina y se volvió hacia mí con el ceño fruncido.

—Lo ideal sería que no tenga que hacerlo. ¿Por qué?

—Pregunto nomás.

Se secó las manos con el paño repasador, lo dejó sobre la mesada y caminó hasta el comedor para sentarse a mi lado.

—¿Sabés de algún chico que trabaje?

Sopesé por un instante qué responderle, no sabía qué correspondía, pero consideré que lo más seguro era negarlo. Apreté los labios y lo hice con un movimiento de cabeza. Ella se quedó estudiando mi expresión, lo que me puso nervioso, siempre descubría cuando le mentía, de modo que me levanté para evadir su escrutinio.

—Me voy a hacer la tarea a mi cuarto —me excusé.

—Está bien... —dudó—. Mirá que en un rato ya está lista la cena.


Esperé lleno de ansias aquel domingo por la tarde. Después de almorzar subí para prepararme. Me bañé, me puse mi pantalón y camisa favoritos y me peiné con la raya al costado, como hacía mi madre cuando íbamos a misa. Había avisado que saldría, pero no me dejaron hacerlo solo, de modo que no me quedó más remedio que pedirle a mi padre que me llevara hasta donde me encontraría con David, un local de videojuegos que quedaba dentro de una enorme galería en el centro de Ramos Mejía.

—¡Qué pinta, campeón; salís a tu viejo! —exclamó papá, observándome de costado mientras manejaba.

Me sentí avergonzado, por lo que desvié la mirada sin contestarle nada.

—¿Es una cita? ¿Alguna noviecita?

—¡Nada que ver! —respondí de mala gana, mientras sentía mis mejillas encenderse como el fuego—. Nos vamos a juntar con unos amigos de la escuela a jugar a los fichines, nada más.

No sé por qué mentí. No sé por qué le dije que seríamos un grupo y no que me encontraría apenas con uno de mis amigos.

—Te vengo a buscar en dos horas —anunció al estacionar frente al local y mientras me bajaba del auto.

—No es necesario, la madre de uno de los pibes me va a llevar de vuelta.

—Pero...

—¡Papá, tengo casi trece años, no soy un nene!

—Está bien —rio tratando de mostrar camaradería—, pero a tu madre no le va a gustar si se entera.

—Bueno, entonces no le digas nada.

Nunca tenía idea de lo que mi padre podía pensar, pero por como sonreía satisfecho y tratando de mostrarse cómplice, supe que veía en mi incipiente adolescencia un punto de conexión entre ambos. Me aseguró que podía quedarme tranquilo, que aquel asunto sería "solo una cosa de hombres", que lo guardaríamos como nuestro secreto.

Ingresé en la galería y luego al local Sacoa un tanto nervioso, además de apurado, ya que llegaba tarde y no quería hacer esperar a mi amigo justo en nuestra primera salida. Lo busqué, pero no lo vi por ningún lado. ¿Y si ya se había ido? No podía ser, apenas me había atrasado quince minutos. Di un par de vueltas más por el local sin dar con él. Inquieto, me paré cerca de la puerta, volviendo a recorrer cada rincón con los ojos. ¿Qué era aquel cosquilleo en la boca de mi estómago? De repente me había llenado una sensación angustiante. Los pensamientos corrían frenéticos en mi cabeza: ¿Y si había decidido no presentarse? ¿O si el padre no lo había dejado salir? ¿Y si lo habían obligado a ir al trabajo? Peor aún, ¿y no le interesaba juntarse conmigo?

Odiaba todas esas dudas e inseguridades.

—¿Dónde es la fiesta, Zeta?

Lo escuché justo a mi lado. Me giré para confirmarlo y, al verlo, las preocupaciones se esfumaron y fueron reemplazadas por una alegría inmensa.

—Viniste... —fue lo primero que atiné a decir.

—Claro... ¿Vas a algún lado después?

—A ninguna parte —dudé.

—¿Te pusiste colonia para venir a los fichines?

Otra vez la vergüenza, las mejillas calientes.

—Siempre me pongo colonia —improvisé.

Sonrió con sorna y aquel brillo tan suyo. Contempló a nuestro alrededor sintiéndose un poco desubicado. El sitio era gigante y estaba abarrotado de máquinas de todo tipo, que producían una mezcla de sonidos robóticos y estridentes e iluminaban con colores fluorescentes el local en penumbras.

—¿A qué jugamos? —quiso saber.

—Mi favorito es el Moon Patrol —me entusiasmé—, pero quiero que probemos el Pac Man y el Pole Position, a ver quién gana.

—Ey, despacio. Empecemos por uno —rio.

—Vamos al Patrol entonces.

Me acerqué hasta la caja para comprar las fichas, él me siguió. Vi que hurgaba en sus bolsillos por dinero.

—Dejá, yo pago —le dije, intentando sonar lo más adulto posible.

—No, qué va...

—Yo te invité, dejame hacerlo.

Aceptó a regañadientes.

Resultó que no era para nada malo con los videojuegos. Es más, para la tercera ronda ya me competía de igual a igual. Y era aún mejor en las carreras de autos, lo que lo llevó a mostrar cierta faceta de fanfarrón que había dejado ver hasta entonces, lo que me resultó de lo más divertido.

—¿Quién le va a enseñar a quién, eh, Zeta? —repetía riendo.

—Sos un mentiroso, ya habías jugado —me quejé.

—¡Te juro que no! —largó una carcajada—. Capaz que vos no seas tan buen jugador como te pensás.

Esa tarde se lo veía diferente, como más contento, no sé; resplandeciente. Reía por cualquier cosa y me chicaneaba queriendo provocar que me enojara. Sus bromas eran tan ingeniosas que lo que menos lograban era ofenderme. Yo, sin notarlo, lo observaba, casi obnubilado, con fascinación; sabiendo que había valido la pena elegir su amistad. Hacía cuatro meses que nos conocíamos y recién esa fría tarde de invierno, pude comprobar lo que siempre había presentido: que ese chico solitario y extraño me hacía sentir mejor, más a gusto que mis otros amigos.

El tiempo pasó volando y cuando quisimos darnos cuenta, el corto día de julio ya se había acabado. Miré hacia afuera a través de los cristales del local y vi que ya había oscurecido. Sabía que, por más que quisiera, no podía quedarme más tiempo del permitido, porque después no me dejarían salir otra vez y yo deseaba, sin dudas, repetir aquello.

Antes de despedirnos en la parada del colectivo, lo contemplé mientras él estaba distraído contando el dinero para el boleto. En ese momento me di cuenta de que me cohibía, a veces estando con él me avergonzaba sin razón aparente, temía hasta decir algo que le resultara ridículo.

—¿Qué? —preguntó con una risa incómoda al levantar mirada.

—Nada —me desentendí—. Te sale vapor de la boca.

—Es que me estoy congelando. ¡Y a vos también te sale, boludo!

Ambos reímos.

—Ese es el bondi que me tengo que tomar —señaló con el mentón.

—Bueno, nos vemos mañana en la escuela, entonces.

—Dale...

El ómnibus estacionó junto al cordón de la vereda y la gente que estaba delante en la fila comenzó a subir. Nos despedimos con un apretón de manos; por un segundo, me pareció percibir que algo lo hacía vacilar. Sus ojos decían siempre mucho más que sus palabras. Antes de subirse me agradeció la tarde que habíamos compartido, luego pagó el boleto y, mientras se adentraba en el vehículo, me saludó con una mano y volvió a sonreírme. Tomé consciencia de lo feliz que me sentía, pero traté de disimularlo devolviéndole el saludos mientras el colectivo arrancaba.


TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora