52. Zeta

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Haciendo memoria, me doy cuenta de que esa noche, al igual que los días que siguieron, permanecen inalterables en mis recuerdos, como si hubieran ocurrido ayer mismo. De alguna manera, creo que a partir de allí una venda inadvertida comenzó a correrse de a poco de mis ojos.

Debían de ser las dos de la mañana cuando los ánimos volvieron a causes más tranquilos. Sin embargo, flotaba en el aire la necesidad de retomar la conversación que había quedado inconclusa. Davo contó que le dolía una enormidad que, a pesar de que nunca habían tenido una relación cercana, su padre hubiera decidido echarlo de su casa al descubrir su sexualidad.

—Hay gente que no sabe cómo amar, David querido —intentó consolarlo mi tía—, pero ese es un problema solo de ellos, del que no podemos ni debemos hacernos cargo. Entiendo mejor que nadie tu dolor; aún hay veces que me acuesto pensando en que mi madre murió deseando que hubiéramos hecho las paces, pero la verdad es que nunca sucedió y que la última vez que hablamos fue cuando le conté mi secreto, el que me había atormentado durante tanto tiempo y que necesitaba desahogar. Esperaba otra reacción de su parte, pero me equivoqué y hoy no tengo manera de cambiar lo sucedido, aunque tampoco sé si de verdad quiero hacerlo. No sería quien soy si las cosas se hubieran dado de otro modo. Y soy feliz con mi libertad. Aunque debo serte sincera: me costó perdonar y mucho más, sanar. Después de tanto, hoy pienso que lo único que me queda es agradecerle a mi vieja la vida que pudo darme, las cosas buenas que me enseñó y me regaló mientras estuvimos juntas. He elegido creer que no existe la maldad en las personas, por lo menos no en quienes amamos. Al fin y al cabo, son seres humanos como nosotros, con falencias y con errores; son el resultado de cómo los han criado y no todo el mundo sabe sobreponerse a las limitaciones que arrastramos desde chicos.

—Yo... si pudiera elegir, no elegiría mi vida. Me gustaría haber nacido diferente...

—Nunca digas eso. Cuando uno tiene diecisiete años, siente que el mundo está a punto de acabarse a cada momento, pero no es así. En breve vas a darte cuenta de que hay toda una realidad que no conocés, que te está esperando más allá de lo que podés adivinar y que es maravillosa. Pronto vas a conocer a gente que te va a amar tal cual sos y que te va a aceptar a pesar de todo lo que hoy pienses. Aquí ya tenés dos personas que te quieren. Un día, vas a ver que lo que dijiste es un gravísimo error.

—Sí, Davo —intervine—, porfa, no lo digas más, ni te pongas así. Ya sabés que yo te quiero tal cual sos y que no modificaría nada de vos.

Intentó sonreírme.

—Yo también te quiero, Zeta.

Quería ser capaz de alterar esa mueca melancólica que cargaba últimamente en los labios y que nunca llegaba a ser una verdadera sonrisa, poder iluminar de nuevo esa mirada suya, tan triste con que me contemplaba en ese momento.

—Sobri, andá a buscar el licor de dulce de leche que está en el aparador y traé tres de los vasitos chiquitos que están junto a la botella.

Sin ánimo de alejarme, me levanté con algo de trabajo y fui hasta la sala para buscar lo que me pedía. Justo antes de ingresar a la vivienda, volví a mirar hacia el fuego para asegurarme de que estuvieran bien. Lilia había tomado una de las manos de David entre las suyas y le estaba diciendo algo que no alcancé a escuchar debido al rugir del mar, que parecía romper en nuestro patio. Sentí que debía darles un tiempo para que conversaran tranquilos, de modo que me tomé varios minutos para pasar por el baño y luego ir hasta el cuarto a buscar un abrigo. Me paré junto a la cama y reparé en la mitad en que dormía Davo. Sonreí por el montón de ropas revueltas que yacían esparcidas en el piso, mi madre se hubiese desmayado por el desorden. Supuse que mi amigo también estaría con frío. Me agaché para recoger un cárdigan que había usado la noche previa. Al tomarlo, aparecieron debajo un par de zapatillas de lona blanca que usaba en todo momento. Recordé aquel calzado maltrecho que llevaba a la escuela ni bien nos conocimos. Otra vez me descubrí con la emoción a flor de piel; preguntándome si, en su dolor, sería capaz de percibir cuánto había progresado desde aquel momento. De nuevo me desbordaron las ganas de rodearlo con mis brazos, de contenerlo, pero también esa sensación inexplicable que me retenía y que un rato antes me había impedido unirme a él en un abrazo. Recordé los tontos chistes subidos de tono que nos hacíamos algunos años atrás, la intimidad que teníamos cuando éramos más chicos. Cuán fácil resultaba entonces demostrarnos cercanía; sin vergüenzas, sin estúpidos prejuicios. ¿Qué había cambiado? ¿Cuándo se había levantado ese muro entre ambos? ¿Era yo quien lo provocaba? ¿Estaba siendo un hipócrita por decirle que lo aceptaba tal cual era, pero al mismo tiempo sin permitir que llegara realmente hasta mí?

Cuando regresé al patio con los vasos y el licor, me di cuenta de que interrumpían su charla. Ambos se voltearon hacia mí. Les mostré una sonrisa cohibida. Me sentí totalmente fuera de lugar.

Ese fin de semana vino Natalia a quedarse con nosotros. Siempre me había caído bien, pero saber que era ella quien brindaba contención y acompañaba a mi tía, hizo que la quisiera un poco más. Qué bien se las veía juntas, qué compañeras parecían, cómo sus risas cómplices y. vibrantes se me antojaban capaces de alejar cualquier fantasma o pesar que Lilia hubiera tenido que padecer en el pasado.

Fueron tres días de lo más divertidos.

Durante las mañanas, convencí a David para que me acompañara a correr a la playa y luego a hacer algunos ejercicios en la arena, no quería perder el entrenamiento para cuando debiera volver al club. A pesar de sus protestas iniciales, fue entonces que se inició una rutina que nos encantaba compartir. Por las tardes, después de almorzar, los cuatro holgazaneábamos cerca del mar, tanto cuanto podíamos. Nos torrábamos al sol, jugábamos al vóley, tomábamos mate o tereré y escuchábamos música en un viejo grabador portátil de mi tía, que de vez en cuando se tragaba la cinta de los casetes por lo que jamás arriesgué ninguna de las mías. Por las noches le tocaba el turno a la guitarra y a nuestras versiones entusiastas de las canciones que más nos gustaban; pero lo mejor de aquellas jornadas fueron las charlas inagotables, que se extendían hasta que nos sorprendían los primeros albores del día siguiente.

Quésencilla parecía la vida en aquel lugar y con aquella compañía. Qué simple seme antojaba la felicidad, que surgía con facilidad tras la más mínima tontería,en los detalles de los más triviales. Nunca me había sentido tan yo mismo, tancompleto. Comencé a creer que aquello era lo que siempre había anhelado.

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