77. Zeta

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Los días en Punta Médanos corrían según la modorra típica del verano. No había mucho para hacer y tampoco lo buscábamos. El sol, la arena, el mar y las estrellas por las noches nos alcanzaban para sentirnos plenos y felices. En aquel rincón del mundo teníamos todo lo que precisábamos. Solo parecía faltar un modo de supervivencia que nos permitiera mantenernos allí sin tener que convivir con nadie más. Habíamos fantaseado algunas veces al respecto, David parecía más que dispuesto a abandonar sus sueños de estrellato a cambio de aquella serenidad a la que nos habíamos acostumbrado, demasiado rápido tal vez como para no extrañarla más adelante. Yo no sabía lo que quería hacer más allá de acabar el secundario, nunca había tenido una vocación clara; lo único seguro era que no me sometería a trabajar bajo las órdenes de mi padre.

Trataba de no pensar demasiado en el futuro y en las cosas que nos depararía cuando tuviéramos que marcharnos. Sin embargo, había momentos en que resultaba inevitable. Porque estaba esa misma preocupación siempre escondida, agazapada, dispuesta a emboscarme ante cualquier descuido. Sabía que algún día las vacaciones llegarían a su fin y que entonces todo cambiaría. Ya no podríamos vernos todo el tiempo y lo peor era que deberíamos disimular ante cada una de las personas que solíamos tratar. Nadie de mi entorno iba a aceptar lo que teníamos, ni mis amigos ni mis colegas. Tampoco los profesores. Estaba casi seguro de que, por el contrario, la mayoría de los inconvenientes que tendríamos que enfrentar vendrían de parte de nuestras relaciones más cercanas.

Teníamos diecisiete años y nuestras vidas se perfilaban para que las viviéramos fingiendo, pretendiendo ser lo que no éramos, obligados a esconder por el resto de nuestros días lo que nos hacía más felices.

Acomodé mi cabeza para contemplarlo mientras él dormía en una reposera junto a mí. Lo hacía profundamente, de cara al cielo, con la boca apenas abierta en una media sonrisa que acompañaba un gesto de distención, de bienestar. Un leve ronquido escapaba entre sus labios cada vez que el aire ingresaba por ellos. De pronto me invadió la peor desazón. Verlo así, tan entregado a aquel presente, tan ajeno a la tormenta de mis pensamientos, me cargaba de culpa.

Recorrí su perfil, su torso desnudo. La blancura de su piel había dado lugar a un color bronce que le sentaba de maravillas y el pelo, bastante crecido, se le había ido aclarando por los días de playa.

Cada vez que lo miraba, su belleza tan particular, tan diferente, me resultaba más cautivante. Siempre había sido así, no entendía cómo había demorado tanto en darme cuenta.

—Me vas a ojear —rezongó con la voz adormilada, mientras alzaba una mano para cubrir sus ojos del sol que lo encandilaba.

—Te miraba nomás.

—Sí, con tanta fuerza que me despertaste.

Se dio vuelta y se recostó sobre su vientre, apoyando el lado izquierdo de la cara sobre el revés de ambas manos para continuar enfrentándome.

—¿Estas bien? —quiso saber.

—Claro.

—¿Seguro?

—Sí, Davo —me impacienté.

—Sabés que cualquier cosa que te moleste podemos conversarla.

—No pasa nada. Tan solo te miraba.

—Hum... Ya sé que soy irresistible —me guiñó un ojo.

Le tiré con una toalla, que fue lo primero que encontré a mano.

—Volvé a dormirte, mejor.

Estiró un brazo hacia mí, con la cabeza y medio cuerpo cubiertos por lo que acababa de arrojarle. Me acomodé en la reposera imitando su postura. Inhalé y tomé la mano que me ofrecía.

Es increíble cómo el contacto con la persona que queremos puede hacernos sentir seguros de repente.

Ceñí su palma entre mis dedos y él respondió haciendo lo mismo.

Sentí que el simple hecho de que estuviera allí lo justificaba todo.

Cada instante valía la pena cuando tomaba consciencia de que la persona que me movilizaba tanto permanecería en cualquier lugar que fuera apenas por mí y que no querría estar en ningún otro lado.

Su cercanía era suficiente, por lo menos así parecía.

Retomé el hilo de mis pensamientos cuando me pareció que había vuelto a dormirse y decidí que no debía preocuparlo con mis dudas o, mejor dicho, con mis temores.

Las palabras que mi madre me dijera la mañana en que le confesé lo que me sucedía con David volvieron a mi mente:

«Lo que no se ve es lo real, todo lo demás carece de importancia».

Lo que no se veía era lo que sentíamos, lo que nos unía; todo lo demás era el resto del mundo, ajeno a nosotros y a nuestras emociones.

No dudaba ni me arrepentía de nada de lo que había sucedido en aquel sitio.

Me sentía mejor gracias a ello.

Quizá ahí radicaba el mayor temor.

De algún modo, a una parte de mí le aterraba que me lo arrebataran, que nos quitaran aquella felicidad, esa paz tan simple, que por momentos podía parecer indestructible, pero que no lo era.

Perderlo a él significaba renunciar a ese en que me había convertido; y no estaba dispuesto.

No quería que nada cambiara, pero sabía que, al mismo tiempo, eso resultaba inevitable.

TAMBIÉN LO RECUERDO TODODonde viven las historias. Descúbrelo ahora