33. Zeta

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No podría decir que mil novecientos noventa y tres haya sido un buen año. Lo único positivo que podría rescatar de él es la independencia que me brindó tener movilidad propia. Me facilitó hacer lo que me viniera en gana sin tener que pedir permiso en casa. Por otro lado, el resto de mi vida parecía ir marcha atrás. Mis padres comenzaron a pelear más seguido que de costumbre, primero porque Mina no quería cursar la universidad —mamá decía que debía hacer lo que quisiera, papá que no había invertido tanto dinero en su educación para que tirara todo a la basura—. También comenzaba a molestar el asunto de los viajes constantes de mi viejo, que los había ido distanciando; sin embargo, él no parecía dispuesto a pausarlos o a cambiar la situación, lo que hacía que todo empeoraba cada vez que volvía a ausentarse.

En mi propio día a día, los enfrentamientos con Carolina también se hicieron más frecuentes. Hacía casi un año y medio que estábamos saliendo y muchas de las cosas que en un principio me habían parecido simpáticas o que creía que debía tolerarle, empezaron a molestarme, y mucho. Para ella parecía inadmisible que quisiera salir con mis amigos si no venía con nosotros. Si pasaba por mi casa y no me encontraba, se aparecía sin avisar en el club y se empeñaba en interrumpir las prácticas si no le prestaba atención. Y en ese último tiempo, me había prohibido que participara de las típicas juntadas con el equipo al finalizar los partidos.

Había empezado a pensar que lo que una vez me había dicho mi hermana era verdad: que lo único que mi novia quería era alejarme de todos. Por lo menos con Davo lo había logrado, o de eso quería convencerme: que nos habíamos distanciado por su culpa.

En las clases tampoco me estaba yendo como en los años anteriores. En mi casa me recordaban todo el tiempo. Según ellos, estaba poniendo demasiada energía en los deportes y en mi noviazgo y desatendía lo que era de verdad importante. Afirmaban que las buenas notas representaban un buen futuro. ¿Pero de qué futuro me hablaban? Si a esa edad ni siquiera tenía en claro lo que quería.

Fueron unos meses en los que todo me alteraba.

Me agotaba sentirme así.

Estaba incómodo, disconforme.

Era como si cierta rebeldía hacia todo se hubiese estado gestando en mí en el transcurrir de esos últimos dos años; dejándome de un mal humor permanente y cargando cierta sensación de insatisfacción cada vez más notoria. No veía la hora que llegaran las benditas vacaciones de verano para poder alejarme de aquel mundo asfixiante y demandante que me rodeaba.

Traté de convencer a mis padres de que ese año debían viajar a Italia para pasar las fiestas decembrinas con mi hermano. Buscaba quedarme solo. Anhelaba huir a la casa de la costa y permanecer allí tanto cuanto me fuera posible. Incluso, le había mandado una carta a mi tía Lilia, que vivía a menos de una hora de Pinamar, intentando forzar una invitación para visitarla. Aunque nuestra relación no era asidua, siempre había sido una de mis personas favoritas, por lo que sentí la necesidad de contarle la manera en que me sentía. Sabía que era la única que podía entenderme y aconsejarme. La pobre Lilia siempre había sido señalada como la oveja negra de la familia. Además, con mi padre no se llevaban bien, por lo que sabía que si decidían no viajar y me hospedaba en su casa, no tendría que verle la cara por un tiempo. Quizá hoy parezca exagerado decirlo, pero en aquel momento el solo hecho de que él y yo coincidiéramos en algún sitio, desataba una pelea. Al regresar iba a tener que escuchar sus reclamos y gritos de todas maneras, pero por lo menos me libraría de ellos por algunas semanas, sin tener que escuchar sobre la bendita carrera contable que tenía planificada para mí desde antes de mi nacimiento.

Fue así como cursé mi cuarto año de secundario: aborreciendo cada cosa que me rodeaba.

En octubre llegué a un límite. Le pedí a mi Carolina un paréntesis en nuestra relación. Lloró, me imploró y repitió hasta el hartazgo que no debía ser así de egoísta y que no podía imponerle "semejante cosa". Traté de explicarle mi agobio, pero no hubo manera de que me comprendiera. Decidí mantener mi postura. Para mí, ella era la egoísta. No parecía capaz de ponerse en mi lugar o de que le importara realmente lo que me pasaba.

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