53. Zeta

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El domingo por la tarde, antes de emprender el regreso, Natalia tuvo que pasar por el galponcito inconcluso a buscar un bolso para llevarse algunas cosas. Al volver a la casa, señaló que muchos de los trastos que había allí se arruinarían pronto si no se arreglaban las goteras, se completaba la pared faltante y se colocaban las puertas para contener el efecto de la bruma marina. Mi tía respondió que ya se ocuparía de eso.

—Además, hay que pintarlo —señaló—, si no las maderas de las paredes se van a pudrir antes de que te des cuenta.

—Podemos hacerlo nosotros —ofrecí, refiriéndome a Davo y a mí.

Los tres me miraron con expresión de extrañeza.

—No es difícil —insistí.

—Si vos tenés idea, yo te ayudo —afirmó Davo, no muy seguro.

—Las puertas están, ¿no? Hay que colocarlas nomás, terminar de colocar las maderas faltantes y pintar, que es lo más fácil —me hice conocedor.

Mi tía se tapó la boca con una mano para ocultar la burla que se formaba en sus labios.

—Peor de lo que está no va a quedar, Lili —buscó convencerla Natalia.

—Está bien —aceptó riendo—, serán mis esclavos hasta que se vayan.


El lunes después de almorzar, Davo y yo nos encaminamos hacia Pinamar para buscar alguna pinturería o ferretería que nos vendiera los elementos que necesitábamos para llevar a cabo esa labor.

—¿Estás seguro de que sabés cómo hacerlo? —quiso asegurarse él.

—¿Cómo te atreves a desconfiar de mí? —imposté la voz, dramatizando cual telenovela mexicana.

—¡Estás cada vez más loco vos! —rio.

La ruta 11 estaba vacía, por lo que calculé que en menos de dos horas estaríamos de vuelta para comenzar el trabajo o que, como tarde, podríamos iniciarlo a la mañana siguiente.

Compramos tornillos, clavos y unas tablas de madera en una ferretería del centro. Allí el dueño nos aconsejó que comprásemos la pintura en un supermercado que acababa de abrir, no muy lejos de su negocio.

—Les va a salir más barato —afirmó.

Seguimos sus indicaciones y en seguida nos topamos con el gigante estacionamiento.

—Tantos años de veranear acá y nunca había visto este sitio.

—¿No dijo que lo abrieron hace poco?

Pasamos por el portón de ingreso y reparamos en que no había muchos autos. El calor del cemento expuesto al sol vespertino se colaba por los vidrios bajos de las ventanillas.

—O no se enteró nadie o te arrancan la cabeza con los precios —bromeó.

Busqué un lugar cercano a la puerta del comercio y nos bajamos. Ni bien lo hicimos, escuché la voz de alguien que se ofrecía a cuidarme el coche.

—No, gracias —respondí sin mirar, mientras cerraba con llave.

—¿No tendrá unas monedas que le sobren? —insistió.

Davo, que estaba del otro lado del vehículo, levantó la mirada por encima del techo, pero parecía no llegar a divisar a quien me hablaba. Reaccionando a su gesto, busqué a la persona y reparé en que era un chiquito que apenas me llegaba a la cintura. Estaba descalzo y llevaba la ropa desgastada. Sus ojos tiernos se destacaban sobre la piel trigueña y el cabello muy oscuro.

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